Opinión | Correspondencias

Pasa la Virgen Macarena (Carta 1), por Jesús Pascual

 ¿Dónde pone uno la cámara cuando pasa la Macarena? Qué movida

Petalá de La Macarena / J. P.

Mi vida:

Aquí todavía hace un frío que pela. Esta ciudad no espera nada, no conoce la primavera. Solo espera salir de sí misma, no se soporta, creo. Perdón, qué burro, es un poco mentira, sí, ya lo sé, ya me di cuenta hace tiempo de que no puedo mantener esta actitud si pretendo llegar a entenderla, uno no puede estar tranquilo si se empeña en permanecer enfrentado a la ciudad en la que vive, es solo que, de vez en cuando, me permito estos resortes, me divierten. 

Me acuerdo de nosotras. De cuando vivíamos en Escoberos y yo salía al balcón de mi habitación y levantaba la persiana y ataba la cuerda a la reja con un lazo y le decía a cualquiera: «Por aquí delante pasa la Macarena». En realidad, la Macarena nunca pasó durante los años en los que yo viví en ese piso, pero siempre que la imagino en la calle, la imagino pasando por ahí. 

En la nota del móvil donde apunto ideas sueltas para guiones guardo muchas de estas escenas imaginadas. Nunca las acabo desarrollando porque me sumo a ese principio que suena a rancio pero que no tengo alma de desmentir que dice que Sevilla es inenarrable. ¿Dónde pone uno la cámara cuando pasa la Macarena? Qué movida. Yo sé que a lo mejor queda hasta infantil no darle más vueltas, pero encuadrar se vuelve un ejercicio especialmente violento cuando se hace sobre algo que a uno le fascina. Tampoco creo que explicar la Semana Santa de Sevilla sea imposible; ya se ha hecho muchas veces, algunas muy bien. Pero, claro, yo no querría explicar, lo que yo quiero tiene más que ver con contagiar la fascinación, hacer por compartir la mirada. 

Te cuento una. Cinco o seis amigos cargan su equipaje por las empinadas escaleras del edificio en el que está su airbnb. Son todos chicos gays de trentaipocos, turistas británicos guapos y musculados. Acaban de bajar del taxi que los ha traído desde el aeropuerto. Tantean por el móvil las opciones de ocio nocturno que Sevilla les ofrece, pero se encuentran con que all gay clubs in the city are closed tonight. Deciden montar ellos mismos la fiesta en el piso. Bajan a un veinticuatro horas a por alcohol y buscan camello por Grindr. Cierran las contraventanas y encienden altavoz y luces de colores. Se desnudan, se entonan, empiezan a buscar invitados locales pero resulta que se les hace difícil. 

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Pasan mil cosas esa noche —diferente a todas las otras noches—, la cuestión es que, en un momento dado, a uno de ellos se le ocurre echarse a dormir. A todos les apetece, todos lo siguen. Todos menos el camello, sevillano, que lleva la noche entera liándolos para prolongar su estancia en el piso. Mira la hora, ya no debe de quedar mucho. Apaga el altavoz. El tecno da paso al silencio y el silencio a un rumor y el rumor se convierte en una palpitación que cada vez se parece más al estruendo de unos tambores. Abre la ventana y toda la calle entra en el piso. La luz blanca despierta a los huéspedes. Se acercan hipnotizados al balcón —el de mi habitación de Escoberos— en el que el camello ya ha cogido sitio. Los turistas, desnudos, contemplan en silencio. De todas partes caen pétalos, cuesta ver a través de ellos la cara de la Macarena.

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