Opinión | La azotea

El oxímoron sevillano

El Cristo del Soberano Poder ante Caifás de la Hermandad de San Gonzalo durante su estación de Penitencia por el puente de Triana en su estación de penitencia por las calles de Sevilla hoy Lunes Santo. / EFE/Raúl Caro Sevilla

Y por esa infinita tristeza que siento cuando se empieza a acabar lo que aún no ha empezado, vuelvo a aquellos lugares donde amé la vida, y abro la azotea al cielo de mi infancia para asomarme y reencontrarme con los adoquines de mis calles, las que saben andar sobre mis pies, por donde mis pasos caminan perdiéndose, para encontrarse.

Se intuyen días grandes, llenos de entusiasmo, incienso y ganas de cofradías, que invitan a los reencuentros y los recuerdos, con una luz nueva, de estreno, donde arrancamos expectantes las hojas del almanaque que de Domingo en Domingo de Ramos, anuncian que empiezan todos los unos de enero de esta ciudad de piedra, albero, golondrinas y cielo azul Machado.

Lo anuncian las manos húmedas de los taberneros que fueron testigos de la historia según dicta la pasión de esta ciudad que quedó escrita con tiza sobre las viejas barras de madera. Lo anuncian las calles que se abren de nuevo a los viejos sentidos, por donde los recuerdos afloran, llevándonos con ellos a evitar la bulla y buscar a los niños que somos, los que aún aguardamos que aquel nazareno generoso nos llene la bola de la cera de nuestra cuaresma un año más.

Se anuncian unas vísperas tristes, llenas de una alegría incontenible y una melancólica nostalgia que pregonan el sevillano oxímoron de que empieza a acabar lo que no ha empezado, como un azahar florecido a la memoria sentimental y efímera, y es cuando vuelvo a buscar entre los nazarenos de ruan uno a uno, las manos de mi padre agarrando la cruz, en aquellas madrugadas de sueño, arroz con leche y torrijas, donde el silencio atronador de los vencejos nerviosos anunciaban el amanecer del Viernes Santo, respetuoso y solemne.

Pasaba el Señor y tras él, venía mi padre, o viceversa, y cuando me quería dar cuenta, ya me habían tirado del abrigo un año más, sin percibir que aquel que caminaba delante, lo hacía agarrando la cruz con la responsabilidad de ser el que todo lo puede, el señor de los espacios infinitos. Las manos de mi padre me enseñaron a sentir la Semana Santa, como lo harían las manos de los priostes y lo harían los coroneles y los soldaditos de pavía formando asomados a las ventanas del Rinconcillo, donde los que me dejaron la esencia de ser la que soy vuelven para contarles a los que vendrán, que la cofradía más romántica del Jueves Santo tiene campanarios en los remates de sus varales.

En su barra dejaron que me devolviesen cada año, a aquellas noches del Góngora, Ajo Blanco, Ne me quite pá y Cangrejo, por donde el eco de Soleá dame la mano también sonaba entre la humareda del incienso del recuerdo. Barras de bar donde las cuentas de tiza se ahogarán eternamente debatiéndose entre la geometría de los azulejos, la nostalgia y el entusiasmo, bajo el toldo verde y ante el horizonte de las manos expertas que mueven el vaso bajo el serpentín de la cerveza perfecta tirada casi a golpe de gubia, como unas bambalinas en la estrechez de Caballerizas.

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Aún se adivina la cartelera del cine Apolo y el pan que despachaba Amalia tras la trastienda del epicentro callejero de mi misma, donde mi tiempo se detuvo, y son mis manos llenas de tarni shield, las que escriben un año más, la anarquía de la reconversión de esta ciudad en ella misma por siete días en la gloria, mientras se planchan túnicas, se agarran trabajaderas o las manos de los niños nazarenos se agarran a Sevilla. El manto azul de la Virgen de las Aguas se aleja, y yo busco cada Lunes Santo unas manos, como las de San Juan, dando consuelo a la Amargura, con la compañía del ocaso de un sol que desde la estrechez de Regina se pone calle Feria abajo, hasta llegar hasta donde los vientos anuncian que ahí está la Esperanza, la algarabía, la emoción. El relámpago. Donde verdaderamente está el todo, la esencia, el origen y el destino, lo que fuimos y seremos, lo que esperamos, como resumido en el trío de Pasa la Macarena, ese pellizco que me da las respuestas a la infinita tristeza que siento cuando se empieza a acabar lo que aún no ha empezado.