Opinión | La azotea

El tiempo sin tiempo

Un niño nazareno de la cofradía de El Baratillo espera ante una puerta de la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Sevilla / Eduardo Abad

La Cernudiana nostalgia de los años de la niñez en los que el tiempo no existe, asoma para retarnos con su presencia, cuando la rampa del Salvador se ofrece para devolvernos a la infancia eterna que perdura entre nosotros. Miramos con cierta envidia a los niños que ruedan por ella mientras nos invade la realidad cobarde de la responsabilidad que da la edad. Cuántos siglos caben en las horas de un niño, diría Cernuda en Ocnos, sabiendo que en sus estruendosas pisadas quedó el pregón eterno que Sevilla le debe al poeta de la calle Acetres. Las tablas ya esperan a los primeros nazarenos de palmas, se llenará la plaza como se llenará el parque de María Luisa con una mezcla de gozo y contraluz entre globos, carritos y ropas de estreno y volveremos otro año más a ser los niños que fuimos.

Volverá mi padre a la ahora impensable osadía de aparcar el Seat 127 en la plaza de San Pedro y yo, al vestido que me ponía mi madre sine cuanum, con los zapatos, los calcetines y la rebequita a juego que volveré a manchar de sentarme en los poyetes. Los niños que hemos mirado los pasitos de la confitería de La Campana y nos han dormido en brazos a los sones de Pasa la Macarena, ahora les contamos a los hombres y mujeres que serán, la Semana Santa de los sentidos que les haremos vivir. Subidos a un contenedor, sin comprender todavía que es lo que nos pasaba, íbamos absorbiendo todo lo que esta ciudad nos tenía reservada; una bambalina meciéndose o una levantá al cielo. De aquellos niños de ayer quedamos los niños que somos, apurando los minutos del tiempo sin tiempo en el reloj de una Arcadia que vuelve para devolvernos a nuestros mismos sitios de siempre. Por eso, cada Domingo de Ramos vuelvo a la esquina de Cortefiel a reencontrame conmigo y con aquel paso de palio que giraba buscando Alcázares al compás de una marcha, sentada en una de la vallas que ya no existen, mientras mi corazón se decidía entre la melodía y la silueta de aquella conversación a la que Font De Anta puso nombre.

De aquellos posos estos lodos y de aquellas historias de los apóstoles que van dormidos en Montesión y la bolsa de monedas del Judas de la Cena y el ángel que recogía la sangre de las Aguas o el pelícano a los pies del Señor del Amor a querer volver atrás para mirarme en los espejitos del paso del Valle y oír como crujían las trabajaderas de La Lanzada, cuando casi de madrugada, íbamos a ver a Longinos y me subía a los palcos de una vacía Carrera Oficial, o a que me digan, yendo de vuelta por Aguilas, un Lunes ya Martes Santo, que ya estarían poniendo las flores a San Esteban.

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Que me vuelvan a contar la historia del beso mientras el olivo se mece tan real que parece de mentira, subida a una reja de los antiguos juzgados viendo acercarse el paso con el sol recortando la palmera y la torre de Santa Catalina o aquel desfile callado tras el Señor del Gran Poder de aquellas mujeres con bolsas en la cabeza, el primer pellizco. O pedir cera a los nazarenos de Santa Marta, que es azul pero no te dan o al Buen Fin, que es roja y sí te dan, y resistirte a que nadie te quite el sitio en primera fila para ver a la mujer Verónica, ésa que lleva la cara del Señor en una tela y esperar a que baje el puente la cofradía de San Bernardo desde la alfombra de avellanas del Coronado, entre tanques de oro y altramuces. Asomará el Señor de la Salud y te dirán al oído que no hagas ruido, que está dormido, como lo está a quien dirige su mirada la Magdalena con las manos abiertas al cielo azul y plata, mientras el xilófono de la banda del Arahal te devuelve la cifra de tu eternidad, trayéndote de nuevo a Cernuda; que, a la doble distancia, generoso hoy te vuelve, en la leyenda, a tu origen. Et in arcadia ego.