Opinión | Tribuna
Alice Munro, la vida misma
Su muerte deja un vacío imposible de llenar en la literatura contemporánea, y en mi vida querida
La escritora canadiense Alice Munro / GEORGE WALDMAN / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO
Pensaba que no se moriría nunca. Creía que estaría siempre conmigo. Estaba casi segura de que volvería a escribir. Tenía la esperanza de que algún día me regalaría un nuevo cuento. Pero entre mi deseo y la realidad posible, imaginada, querida, se ha interpuesto, como tantas otras veces, casi siempre, la fatalidad. Alice Munro ha fallecido y con ella se ha acabado un capítulo de mi vida, el dedicado a la literatura más extraordinaria, aquella capaz de reparar en lo cotidiano, en lo banal, y de elevarlo a la categoría de trascendente.
Porque la autora canadiense hacía que la existencia ordinaria, la que transcurre en la cocina y hasta en la despensa, lugares en los que ella misma alumbró muchos de sus relatos, mereciera la pena ser vivida, y leída. Basta detenerse en esta frase de uno de sus personajes: “Y pensé que todas esas cosas no parecen ser tanto la vida cuando las estás haciendo, nada más son cosas que haces, cómo llenas tus días, y siempre crees que algo va a abrirse de golpe y que te encontrarás a ti misma, que entonces te encontrarás a ti misma, en la vida”.
Muchas veces he soñado que era la protagonista de una de sus historias. Esas noches me despertaba y, a hurtadillas, apuntaba en un cuaderno lo que recordaba de los diálogos oníricos que mi mente había fabulado después de haberla leído compulsivamente. Sólo me pasaba con ella y espero que, ahora que no está, me siga sucediendo, que no me abandone, al menos en sueños.
Nadie más que ella podía escribir cuentos como aquel del que se prendó Sarah Polley, en el que un hombre se resiste a perder el amor de su mujer, enferma de alzhéimer y enamorada de otro porque ya no se acuerda de su marido. Únicamente ella, poseedora del don narrativo más singular y, sin embargo, desdeñado por los mismos críticos que cuestionaron su Premio Nobel, es capaz de narrar esas historias, nuestras historias.
Dice Jonathan Franzen que leerla le lleva a “ese estado de reflexión tranquila en que pienso en mi propia vida”, porque “nos habla a nosotros justo aquí, justo ahora”. Y así es. En sus libros experimentamos un estado lisérgico, puro, natural, en el que nos enfrentamos al espejo de nuestras contradicciones sin obviarlas, haciéndolas frente, siendo terriblemente humanos.
En una de las contadas entrevistas que concedió, pues prefería el anonimato a la exposición, definió, en pocas palabras y seguramente sin pretenderlo, la esencia de su obra: “La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, parece sencillamente inagotable. Quiero decir que nada es fácil, nada es simple”. Alquimista de las palabras, su muerte deja un vacío imposible de llenar en la literatura contemporánea, y en mi vida querida.
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