Opinión | El trasluz

Periodismo inmóvil

Ponemos la mano de obra, en fin, no las neuronas. Ahora bien, un cerdo se le ocurre a cualquiera

Cerdos ibéricos.

Cerdos ibéricos.

Me sorprendió averiguar que el cerdo español es apreciado en China. Lo supe cuando las autoridades del país asiático anunciaron que reducirían las importaciones de este animal si se nos ocurría encarecer el precio de sus coches eléctricos con impuestos especiales. A ver, un coche eléctrico no lo hace cualquiera: se requiere un talento del que nosotros carecemos. Tenemos fábricas de automóviles, sí, pero de marcas extranjeras que se instalan aquí porque los salarios son más bajos que en Alemania o Bélgica. Ponemos la mano de obra, en fin, no las neuronas. Ahora bien, un cerdo se le ocurre a cualquiera. Ni siquiera hace falta que se te ocurra porque ya está inventado. Lo inventó la evolución hace cuarenta millones de años y lo domesticamos hace unos nueve mil. No se trata de un bicho sencillo, pues está lleno de glándulas y vísceras y de aparatos especializados en esto o en lo otro (en la digestión y en la locomoción, por poner dos ejemplos), pero la fórmula para criarlo la conoce cualquiera, también los chinos. ¿Por qué nos los compran, entonces, y en cantidades industriales?

Esta es la pregunta. Nosotros adquirimos teléfonos móviles fabricados en Shanghái porque lo que se nos da bien, además de criar cerdos españoles, es servir cervezas artesanales a los guiris en las terrazas de verano. No tenemos habilidad ni cabeza para la tecnología punta, qué le vamos a hacer, y estamos obligados a buscarla fuera. Pero ¿por qué los chinos no crían sus propios cerdos chinos y dejan en paz a los nuestros? ¿Qué necesidad hay de llenar mil contenedores de la carne sonrosada de este mamífero cuyo hígado, por cierto, se parece tanto al nuestro, para hacerla viajar miles de kilómetros en busca de un consumidor oriental?

Ya sé que el mundo es un disparate y que los buques de carga transportan cosas que no nos podemos ni imaginar en esas montañas de cajas de acero que surcan los océanos. Lo sé, aunque de manera, digamos, inconsciente. Pero cuando ese saber oculto emerge a la superficie, se me ponen los pelos de gallina, o la carne de punta, ahora no caigo. ¡Pobre cerdos! ¡Nacer aquí, quizá en un pueblo de Castilla, y acabar en la mesa de un trabajador de Pekín! En el relato pormenorizado de ese hecho, hay un gran reportaje periodístico que no verá la luz porque las locuras mercantiles nos parecen normales.

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