Opinión | LE FUMOIR

Delon y la belleza

Alain Delon, en una imagen de archivo.

Alain Delon, en una imagen de archivo. / EFE

Hace unas semanas escribía un "Fumoir" sobre Jean-Pierre Léaud, recordando que junto con Delon, era de las pocas leyendas -masculinas- del cine francés de los 60 que seguía vivo. El día que escribo esto, Delon acaba de morir. Con él desaparece el hombre más guapo de todos los tiempos del cine y quizá de fuera de él, muere un icono, un actor que combinó actuaciones magníficas (Rocco y sus hermanos, El silencio de un hombre, El otro señor Klein, El eclipse) con otras, en mi opinión, mejorables (A pleno sol), y algunas, directamente malas (El asesinato de Trotsky). Pero se va una estrella, un Adonis que con su afortunado rostro hecho a cincel y sus ojos azul metal reventaba la pantalla, haciendo de películas no llamadas a ser una obra maestra ("La piscina"), verdaderos iconos estéticos e intemporales. Algo parecido ocurría entonces con Steve McQueen u hoy con Brad Pitt. A veces no hace falta mucho más. 50 años después, determinadas marcas han usado sus imágenes de aquella época dorada para sus campañas publicitarias actuales, aprovechando el desconocimiento enciclopédico de los GenZ sobre quiénes eran esos chicos tan cool y sexis, pues actores como Delon o McQueen encarnaron una época y su estética, una imagen eterna que buscamos rescatar a toda costa para paliar la mediocridad y falta de imaginación actuales. Se comercializa mucho, pero se habla poco, de la belleza, de la belleza física de las personas, de los efectos inconscientes que produce en el que la contempla. Cuando a una persona árabe le lanzas un cumplido, invoca a Dios para que la proteja, pues cree que toda cualidad admirada esconde una envidia diabólica y potencialmente destructiva. Creen que la belleza puede ser arrebatada por su exaltación, antes que ser arrebatadora. Conozco gente muy recia que queda completamente desarmada ante una cara bonita. Para otros, la belleza es proyección y aspiración, es un "yo quiero parecerme a él/ella". La belleza no deja indiferente a nadie con un mínimo de sensibilidad, y, sin perjuicio de que las haya subjetivas, yo creo que es fundamentalmente objetiva. Se dice hoy que consideramos belleza aquello que se ajusta al canon artificial que nosotros mismos, como sociedad, nos hemos impuesto en ese ámbito. Hasta que, como ocurre cuando se alcanza un nuevo récord olímpico, llega un Delon, y el canon se va al garete, pues el nuevo canon es él. En una ocasión conocí a Claudia Cardinale. Ya superaba los 80, pero no pude apartar mis ojos de los suyos al besarle la mano. Estaba ante un icono casi votivo. Eran los mismos ojos inmensos y chispeantes, me dije, que Delon había mirado al hacer lo propio, el suyo parcheado por una herida de guerra con los garibaldinos, en "El Gatopardo". Me sentí muy privilegiado de saludar a la hija del alcalde de Donnafugata, a Angelica Sedara, a alguien que destacó en la vida, sobre todo, por guapa. Ahí, por un momento, cincuenta años después, me sentí Delon. Jamás dos bellezas en su punto justo de ebullición restallaron tanto como las de Delon y Cardinale en esa obra maestra de Visconti. En aquel momento, Francia e Italia eran una misma cosa. Es posible que la Unión Europea empezara ahí, que hayamos llegado a la burocracia bruselense desde los borbotones de sensualidad que emanaban de sus cuerpos. Uno casi puede ver las feromonas cruzar la pantalla entre ellos en la escena del palacio. La belleza viene dada, pero a veces el mostrarla, el utilizarla, el ejercerla, puede elevarse a categoría de arte. Ahora Claudia le llora. Delon murió queriendo morir, que no es poca cosa. Tenía el don de la sinceridad y no se casaba con nadie. Creo que fue consciente de que, pasado su apogeo físico, la vida perdía mucho sentido. Táchenme de frívolo, pero quizá la longevidad que es deseable para un académico no sirve para un actor. Quizá papá no quiere vivir cien años. Se le ha criticado mucho, entre otras muchas cosas, por su defensa de la eutanasia, pero Delon acaso creía que estaba llamado a ser un bello cadáver, un Apolo muerto antes de la primera arruga, quizá -como “El durmiente del valle”, de Rimbaud- en la guerra de Indochina, en la que participó, o en una trifulca callejera en Pigalle, donde se buscaba la vida antes de debutar en el cine. Sin embargo, la que tan intensamente vivió le duró 88 años. A veces te sobran 30, cuando ya lo has hecho todo, cuando tus hijos se declaran la guerra en “Paris-Match” y el aprendizaje que trae la experiencia deja paso a la pesada medicina lectiva de la edad, con sus achaques, sus flaquezas, su longevidad insulsa y sus preguntas de si esto merece la pena, cuando, en definitiva, ya has pasado de largo las columnas de Hércules, todo el tiempo es muerto y todo lo vivido es ya sólo un vago recuerdo de juventud. Ojalá su deseo póstumo, -expresado a modo de testamento ante Bernard Pivot en "Apostrophes”- de ver por primera vez juntos a sus padres pasado el último trance, su trauma de infancia, se cumpla. DEP, Monsieur Klein.

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