Opinión | Tribuna
Salomón y los jueces
Entrada de los magistrados del Tribunal Constitucional liderados por el magistrado y presidente del TC, Cándido Conde-Pumpido, a la toma posesión del nuevo magistrado del TC, José María Macías. A 6 de septiembre de 2024. / Alberto Ortega
Hay personas que tienden a considerar que apenas ocurren cosas nuevas y que, por lo general, todo tiende a permanecer en su estado, también las instituciones y los regímenes políticos. Este punto de vista siempre merece ser considerado atentamente para no pecar de entusiasmos 'esnobistas' en un extremo o de alarmismos nostálgicos en el otro. Pero tampoco hay que adoptarlo sistemáticamente y sin cautelas porque hay transformaciones reales que mejoran o empeoran instituciones y que merecen atención o, en su caso, preocupación e incluso alarma. En mi opinión esta última es la situación al respecto de varios goznes cruciales en nuestro sistema político institucional.
Como estamos viendo, la independencia judicial no es otorgada, ni se logra solo porque los demás poderes del Estado la establezcan, sino que tiene que ser conquistada desde dentro por los propios jueces con la forma de su propia independencia personal de criterio. Es difícil decirlo, pero la justificación de esa independencia no es su saber experto ni tampoco su imprescindible experiencia y recorrido por eminente que sea. En el fondo, es un problema de naturaleza personal, pero de gran relevancia pública, del que depende la calidad de nuestras instituciones y sistema político.
La idea de que se puede ser un buen juez —médico o periodista— mediante un saber experto sin implicar dimensiones personales es una quimera. Nadie duda de que la ecuanimidad e independencia de juicio es una cualidad imprescindible si se ha de juzgar a terceros, y que esa cualidad en los jueces es —además de un deber— un bien público esencial para todos y para la Justicia como institución. Pero en castellano el primer sentido que recogen los diccionarios del término «ecuanimidad» es el de constancia y estabilidad de ánimo. Y otro tanto ocurre con el término «equidad» que todos proyectamos como un sinónimo de justicia cuando su primer sentido es templanza de ánimo.
La idea de que se puede ser un buen juez mediante un saber experto sin implicar dimensiones personales es una quimera.
Equidad y ecuanimidad
Así que equidad y ecuanimidad son rasgos de personalidades equilibradas, capaces de sobreponerse a las propias pasiones y parcialidades y que de ese modo se hacen capaces de juzgar serenamente con justicia e independencia. La confianza en que se puede lograr la justicia sin la ecuanimidad por procedimientos regulados es una apuesta muy aventurada e improbable. Pero, al mismo tiempo, es ciertamente imprescindible procurarlo para dificultar que las faltas de ecuanimidad personal se traduzcan sin obstáculos en abusos impunes.
No obstante, a la larga, es imposible lograr una trama de procesos que garanticen por sí solos la equidad de un sistema con independencia de la cualidad moral de las personas. El proyecto de organizar las sociedades con expertos competentes de los que se puedan obviar sus virtudes personales para lograr sistemas administrativos rectos y eficientes, es inviable. De hecho, es una ensoñación recurrente a la que son propensos los utopismos más entregados al automatismo del progreso de la mano de la ciencia y las nuevas tecnologías.
La independencia judicial no es otorgada, ni se logra solo porque los demás poderes del Estado la establezcan, sino que tiene que ser conquistada desde dentro por los propios jueces con la forma de su propia independencia personal de criterio.
La obligación formal de impartir justicia dando a cada uno lo suyo precisa del ánimo persistente y la inclinación preferente para hacerlo, a sabiendas de que cuando le damos a cada uno lo suyo, nos damos a nosotros mismos lo propio, a saber, la integridad inalienable del hombre de bien. Esa integridad es un rasgo apreciado desde el principio de nuestra tradición y lo expresó Sócrates con ceñida precisión: preferir padecer injusticia que cometerla.
Al final, todas las personas que han de juzgar a otras y mucho más si han de administrar justicia en sociedades abiertas, se encontrarán, antes o después, con un dilema al que les enfrenta su propia posición de poder. Como el rey Salomón tendrán que elegir lo que más desean y decidir si entre todos los demás bienes y cualidades prefieren o no un «corazón sabio».
Como el rey Salomón tendrán que elegir lo que más desean y decidir si entre todos los demás bienes y cualidades prefieren o no un «corazón sabio».
Los hábitos del corazón
Hay que admitir que al respecto de todo lo anterior, la idea misma de corazón parece evanescente y poco operativa para pensar las dinámicas funcionales de instituciones con procesos complejos y muy tecnificados. Desde luego que un corazón sabio no puede sustituir ni prescindir de la pericia competente y experta, ciertamente. Pero Tocqueville acertaba cuando afirmó que los sistemas de gobierno y sus instituciones se asientan sobre un lecho idiosincrático y fluido pero decisivo: los hábitos del corazón. Así los llamó el genial tratadista francés.
La idea de hábito del corazón incluye la afirmación de que el corazón está hecho de costumbres que lo modulan y orientan, y que como tales costumbres son objeto de educación y entrenamiento. Un corazón cultivado no es una emotividad hiper estimulada y exquisita, sino el conjunto de costumbres logradas mediante el reiterado vencimiento de inclinaciones torcidas y en favor del «sentimiento del deber», de lo mejor y sus obligaciones. Un corazón sabio es aquel para el que tales deberes y obligaciones se han hecho amables, en toda la amplitud de los sentidos del término. Se puede decir de otro modo: un corazón sabio es aquel en el que el sentimiento del deber se ha hecho fuerte y persistente aguzando la inteligencia de lo justo y lo mejor.
La serenidad
Ese esclarecimiento del juicio no sobreviene por inspiración ni es ninguna clase de revelación súbita, sino algo más común, pero sin lo que nadie responsable asumiría la toma de decisiones graves: la serenidad. Puede parecer que no suma mucho a la estabilidad de ánimo que son la ecuanimidad o la equidad. Pero en la serenidad hay una dimensión cognitiva aludida como el estado a salvo de cualquier clase de ebriedad, sobre todo la procedente de pasiones desmedidas. El hombre sereno es el capaz de una vigilia que nos conduce en la oscuridad de los pleitos y disimulos entre intereses encontrados.
Más allá de la imprescindible independencia formal, la independencia real corre por cuenta personal de los jueces, y, como no podría ser de otro modo, la independencia real no es ni más fácil ni más frecuente que la formal. Así que además y más allá de un poder institucionalmente independiente, lo deseable sería que fuera un poder serenísimo.
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