Opinión

Albert Serra, Premio Nacional de...

El director Albert Serra posa durante el photocall del documental ‘Tardes de soledad’, en el Festival de Cine de San Sebastián. / Unanue / Europa Press

La tauromaquia es tozuda. Su increíble persistencia demuestra el potencial de generación de contradicciones que alberga, su capacidad proteica para poner en evidencia muchos debates antropológicos, políticos y culturales, y sus enorme lazos con cualquier hecho verdaderamente cultural. Yo, que ando metido en el mundo editorial, e incluso -pobre de mí- me atrevo a hacer libros de toros, le decía el otro día a un amigo que los mejores libros de toros de los últimos meses no los había sacado nuestra editorial taurina. -Bueno sí, uno sí, Capas de olvido, de Robert Ryan. El tiempo hablará de este libro único-. Le insistía en que los mejores libros de toros del año habían salido en editoriales que ni se lo esperaban, y que incluso sus autores no sabían que los habían escrito: El día que el emperador mató un rinoceronte, de Jerry Toner, y lo nuevo de Richard Sennett, El intérprete. Y entiendo que mi amigo se riera, pero es que lo creo firmemente. Así de flamenco me puse. Y en esas, zas, la Concha de Oro para Albert Serra por sus Tardes de soledad.

La presentación de la película de Serra a la fase de concurso del Festival de San Sebastián y, aún más, la concesión de su máximo galardón, la Concha de Oro, me han vuelto a demostrar esa extraña y proteica fortaleza de lo taurino y su obcecada autonomía como hecho cultural.

No olvidemos, sin embargo, que el simple hecho de abordar la tauromaquia ya había investido de polémica la propuesta y estreno de la película, como síntoma normalizado y asumido de un apriorismo cultural que te dice donde están los límites de lo socioculturalmente admisible. Quizás en un futuro texto pueda pronunciarme sobre la película y constatar, o no, su vis polémica. No he podido ver más que avisos que no me permiten pronunciarme sobre Tardes de soledad. (Sí les adelanto una sospecha precrítica por los elementos que de ella me han llegado: parece ser que Serra habría prescindido demasiado, cuando no totalmente, de enfocar al público, que a mí me parece fundamental para analizar el mundo taurino.)

Verdaderamente los miembros del jurado del Festival de San Sebastián han tenido que jugar muy limpio para dar el paso que dieron la pasada semana premiando esta temática y aguardando la tormenta

Y ya me hubiera gustado a mí estar en la deliberación de ese valiente jurado de San Sebastián. Verdaderamente han tenido que jugar muy limpio para dar el paso que dieron la pasada semana premiando esta temática y aguardando la tormenta. No es que diga yo que el jurado haya querido darle un guantazo a la actual Cultura oficial. El Ministerio se los gana solito. E incluso acudirá impertérrito y sin sonrojo a festejar, que de eso se trata, mientras al aire de otro día se elimina un premio y se hacen las oportunas batallitas. Y entre tanto, los más serios frentes y “agencias”, que se dice ahora, de la administración de la Cultura, así con mayúsculas, andan en el abandono.

Albert Serra, vestido de torero, en una imagen de 2016, publicada en 2020 en el Boletín de Loterías y Toros (Córdoba). / Luis Aragón

Con lo dicho solo puedo centrarme en la repercusión de todo lo que tiene que ver con esta especie de guerra cultural en torno al tema. Y hasta ahora no he visto más que algún canto de alarmado antitaurinismo que, además de hacer malabares con los serios matices que impone la que parece una factura técnica y estética irreprochable, y llevado por erráticos apriorismos, acude en su denuesto a simplismos animalistas y tópicos de estética política.

La España negra, el franquismo y el nacional catolicismo, que algunos esgrimen, tragó por igual con lo taurino como ya lo hicieran los mismísimos borbones cuando llegaron a España y lo taurino aún estaba cogiendo forma. O como ahora lo hace esta Cultura dominatrix que intenta incluso prohibir, como los viejos borbones, en pos de diversos ítems antitaurinos, como ese tan viejo de la homogeneización con una supuesta cultura política tan civilizada y humanitarista como profundamente capitalista y ociosa, que no puede admitir a estas alturas del siglo humano tan denigrante espéctaculo de crueldad con “toros drogados” y este “negocio de muerte”.

El partido animalista PACMA ha solicitado al Festival de Cine de San Sebastián que retire el documental "Tarde de soledad", de Albert Serra, sobre los toreros Andrés Roca Rey y Pablo Aguado, ya que "humaniza la tauromaquia". / Juan Herrero / Efe

Esa misma Cultura, mientras tanto, subsiste aplacando su malestar cultural con las pantallas ilusorias del espectáculo frente al fenómeno de la administración de la muerte que presenciamos todos los días y, para más inri, a la hora de comer o cenar. Buena parte de la cultura-entretenimiento a la que se sostiene y acude con afectado compromiso y poco pudorosas alfombras rojas, recibe con algarabía y aplaude con delectación, yo qué sé, la tan cacareada y lucrativa vuelta de Oasis en los telediarios o la sublime exposición de un gran artista que, desgraciadamente, nadie conoce ni entiende ni recibirá el esfuerzo lógico que su obra requiere; y mientras observa, en ese mismo lugar, con esa especie de ataraxia mediática, rutinaria y sublimada, cómo esta, la muerte, que es inevitable por invisible que la queramos hacer, se produce lejos, tan lejos como Ucrania u Oriente Medio. En fin, como bien demuestra lo taurino, todo es cuestión de terrenos y distancias.

Lo peor que le puede pasar a lo taurino es que lo adopte la Cultura oficial. Es mejor que permanezca frente a ella

Sinceramente este combate de pros y contras, que es consustancial a la conformación del acontecimiento taurino, y que dura ya siglos, los mismos en los que lo taurino se ha ido conformando como tal, también puede ser aburrido y obsceno. Con una mirada amplia sobre el tema, lógicamente podemos considerar muy importante la aparición de esta película, pero no tanto el logro de ese premio. Ciertamente se premia un largometraje y no una faena o a un torero, pero ya vengo advirtiendo que lo peor que le puede pasar a lo taurino es que lo adopte la Cultura oficial. Es mejor que permanezca frente a ella. La excepcional trayectoria de Serra, que sigo con expectación, lo avala en su actitud rebelde y ya cuenta con mi espera entusiasmada, como ante una buena tarde de toros. Ojalá lo haya hecho tan bien en esta ocasión como me dicen.

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Eso sí, mientras consigo ver la obra de Serra, no me olvido del verdadero mundo taurino, de su público pagante, tan olvidado y despreciado, de ese que el otro día, en plena feria de San Miguel, preguntaba: “Oye, pues no que le han dado el premio más gordo de San Sebastián a un documental de toros, y encima con el Roca Rey”. Y lo hacía mientras meneaba con la cabeza y miraba melancólico sus últimas entradas del taco del abono de la Maestranza, andaba preocupado por los trastornos de Morante –salud mientras se le espera, maestro--, también ilusionado, como siempre, ante el más que previsible petardazo ganadero de la tarde y refiriendo entusiasmado las evoluciones novilleriles del prometedor Zulueta, los destellos del Mene o la infinita gracia de ese becerrista de la Escuela de Sevilla al que, sin duda, habrá que seguir. “Se llama Manuel Domínguez.” Por esos lares no se necesitan premios nacionales ni conchas de oro. El entusiasmo es eterno cada tarde, a la espera de lo más grande. Así de simple y de complejo a la vez.