Opinión | El trasluz

El mueble frío de mi infancia

Tiene un poema el frío, el frío que se mete en el tuétano de los niños pobres, todavía no escrito

Un frigorífico.

Un frigorífico. / Shutterstock

No sé por qué fui a visitar esa exposición de frigoríficos. Quizá porque estaba cerca de casa o porque intento comprender, desde pequeño, la naturaleza del frío. Tiene un poema el frío, el frío que se mete en el tuétano de los niños pobres, todavía no escrito. A ver si lo escribo yo y lo imprimen en la puerta de todas las neveras del mundo y me hago millonario con una industria que fabrica algo tan intangible, pero que tanto daño hace a los necesitados en invierno. Me acerqué tal vez porque los recintos feriales caen ahí al lado y porque me pregunto si el frío viene de Marte, o sea, de los extraterrestres, o sale de las entrañas de la Tierra, pese a que están hechas de fuego.

Me llamó la atención una nevera vintage (creo que se llaman así los objetos que evocan los usos y costumbres de mediados del pasado siglo). Evocaba las líneas de los primeros frigoríficos eléctricos, capaces de crear su propio hielo, el hielo en el que reposan los peces muertos de la pescadería. Y bien, me aproximé a uno de estos electrodomésticos que tenía forma de armario, lo abrí y me quedé helado. ¿Por qué? Porque al fabricante se le había ocurrido forrar la pared del fondo, de arriba abajo, con un espejo en el que me vi de cuerpo entero abriendo la puerta al otro lado. Al principio no me reconocí, pero después sí, a los pocos segundos sí, y creí que me hallaba en dos dimensiones de la realidad, abriendo dos neveras diferentes que sin embargo eran la misma.

Cerré de golpe, como si hubiera visto una rata en vez de verme a mí (los dos somos mamíferos). Y me quedé allí, paralizado, recuperando la respiración, preguntándome qué estaría siendo de mí en el otro lado, preguntándome si seguiría allí, pues del mismo modo que es imposible saber si la luz del frigorífico se apaga al cerrar la puerta, tampoco hay forma de averiguar si tu reflejo desaparece o continúa allí, el pobre, completamente helado junto al cuarto y mitad de mortadela italiana o a la botella de agua de Vichy que utilizas para las digestiones pesadas. Regresé a casa descompuesto y no dejo de pensar en mí (en el otro) allá, en el fondo del mueble del frío de mi infancia.