Opinión | Mollete de calamares

Anestesia campechana

Que ese señor era un jefe de Estado convertido en comisionista millonario, con cuentas en paraísos fiscales y amantes pagadas con dinero público con su beneplácito, de esto se habla con algo menos de indignación.

Montaje de Juan Carlos I y Bárbara Rey / EUROPA PRESS

Cuenta la Historia que Fernando el Católico prohibió el derecho de pernada. Al menos dejó por escrito en la Sentencia de Guadalupe, en 1486, que eso de tirarse a la plebeya que uno quisiera, solo por el hecho de ser rey, estaba una mijita feo. Moralmente feo incluso para los reyes de la época. La historia de España también dice del marido de Isabel la Católica que saltaba de cama en cama con gran facilidad. Que quizás sería fiel a la Corona de Aragón, pero con su mujer, la Reina de Castilla, tenía ciertos despistes en lo que a lealtad se refería.

Hay quien dice también que la historia se repite, pero podría afirmarse por otra parte que hay cosas que nunca cambian. Aunque pasen 500 años. Aunque llevemos las últimas cuatro décadas haciéndonos los tontos y mirando para otro lado. La realidad es que esta semana estamos escuchando y viendo con nuestros propios oídos y ojos que el que fue adalid de la Transición y padre de la democracia en España, el campechano Juan Carlos I, era lo que intuíamos que era: un rey, con todas las letras, de los de la Edad Media. En lo respectivo al saqueo y robo a sus súbditos y también, cómo no, en lo que tenía que ver con las sábanas reales.

Estos días se pone el foco en el chantaje al que Bárbara Rey sometió al pobre monarca. De cómo esa mala mujer, cabaretera de tres al cuarto, acorraló al indefenso campechano para sacarle el dinero público que callara su silencio. Lo de que fuimos engañados durante 40 años por un señor que cada 24 de diciembre nos hablaba de comportarnos de manera ejemplar, pesa menos. Que ese señor era un jefe de Estado convertido en comisionista millonario, con cuentas en paraísos fiscales y amantes pagadas con dinero público con su beneplácito, de esto se habla con algo menos de indignación. A pesar de que, como dijo este sábado Isabel Gemio, el que estaba casado con Sofía y con España era él.

En esos audios, Juan Carlos I rebosa machismo, falta de escrúpulos, indiferencia por los españoles, desprecio por la Jefatura del Estado y egoísmo. Con un solo personaje como protagonista de sus preocupaciones: él mismo. Pero me pregunto cuánto nos queda por saber. Me pregunto por qué en esas conversaciones con su amante alababa el silencio y la lealtad del golpista condenado Alfonso Armada. Por qué era crítico con Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa Real, por ir por ahí "largando". ¿Hay algún audio que aún no conocemos y que cambie los libros de nuestra Historia?

En mitad de esta reflexión me preguntó qué nos pasa. Por qué esta anestesia como sociedad. Por qué no nos indignamos y damos a este asunto la gravedad que tiene. Quizás damos al personaje por amortizado, pero es demasiado relevante. Lo es porque hablamos de la jefatura de Estado encarnada en la Corona. Una institución que tiene los pies de barro porque no emana del deseo del pueblo, de la democracia. Porque se transmite por la sangre y por la herencia. Y, por tanto, salpica también a sus herederos. ¿Cuánto nos queda por saber? ¿Habremos despertado para entonces?