Opinión | Arenas movedizas

El reino de Elon

El dueño de X dona 75 millones de dólares a la campaña de Trump, se pregunta por qué nadie intenta asesinar a Biden y Harris, despide a su personal por videoconferencia mientras se echa a reír y permite y fomenta el odio en su red social. Y, sin embargo, allí seguimos

Elon Musk. / EFE

A ojos de buena parte de los europeos, el multimillonario Elon Musk, dueño de la red social X y de tantas otras cosas, es un personaje poco fiable, bajo sospecha, al que costaría comprarle un Tesla de segunda mano. En EEUU, sin embargo, la imagen del empresario de éxito genera a menudo una admiración casi ciega. En la Unión Europea, en general, y en España, en particular, ambos conceptos, empresario y admiración, no son incompatibles, aunque no con la incondicionalidad con que la sociedad norteamericana cierra filas con el tipo que triunfa, por despreciable que sea. De entre los grandes magnates de aquel país hay ejemplos palpables del desapego europeo frente al fenómeno fan que suscitan en EEUU empresarios como Musk, Bezzos, Zuckerberg o el propio Donald Trump.

Elon Musk, que apareció en un mitin del republicano haciendo cabriolas, acaba de donar 75 millones de dólares a la empresa que gestiona la campaña presidencial de Trump, al que levantó el castigo de la cancelación de su cuenta de X, suspendida por los anteriores propietarios de Twitter por los comentarios de odio del expresidente durante el asalto al Capitolio.

El fundador y director general de Tesla representa casi todo lo que desagrada a la mitad de la sociedad y desconcierta a la otra media. Ha acentuado la violencia (al menos la virtual) en X hasta devaluar la red y acentuar el semillero de odio para el que, por ser justos, ya llevaba un camino andado antes de su entrada en el accionariado de la compañía; ha reunido a parte de su plantilla por videoconferencia para despedirles uno a uno y, de paso, echarse unas risas a costa de las condiciones laborales que los finiquitados deberían estar dispuestos a aceptar (no menos de 100 horas semanales y sin cobrar horas extraordinarias); tras el intento más serio de atentar contra la vida de Trump, Elon Musk lanzó un tuit (que luego borró) en el que se preguntaba: "Nadie está intentando asesinar a Biden / Kamala". Alguien así es quien debería velar por que mensajes como el suyo no salgan nunca en X ni en cualquier otra red. Musk ha convertido a la antigua Twitter en una suerte de Reino del Mal, del cual, él es el monarca absoluto con la facultad de ponerlo al servicio de usuarios como el republicano, tan aficionado a los bulos y a las noticias falsas.

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Y, sin embargo, por razones que aún no acabo de explicarme, allí seguimos, colgando enlaces, elaborando hilos, alimentando el ego de los farsantes, contribuyendo, en nuestra calidad de usuarios, a engordar las cuentas del jefe de la compañía y de sus amigos. Lo confieso: no me gusta la IA, no me gusta Threads ni TikTok, detesto utilizar wasap y a esa gente que se pone nerviosa porque no contestas después de activarse el doble check azul. Tampoco me agrada Twitter, y Facebook parece una comuna de flipados al borde de la jubilación, donde la gente reza avemarías y escribe el obituario de su padre o de su perro con un estilo como no se conocía desde tiempos del rococó. Disponemos de todos esos servicios porque gente como Zuckerberg o Larry Page (fundador de Google) nos han creado una necesidad que nunca ha sido necesaria. En realidad, no estamos aprendiendo nada de estas redes sociales, no se saca un conocimiento superior que no puedan ofrecer ya los medios de comunicación tradicionales (o sea, el periodismo), los libros, las bellas artes, el cine, el deporte, la música, la buena televisión. Si nos detuviéramos a pensar en el tiempo que perdemos al cabo del día en menesteres virtuales de tan poco fuste, llegaríamos a la conclusión de que en la mayoría de las ocasiones, ser conscientes de ello y desaprender también es aprender. Lo que nos cuesta es marcharnos.