Opinión | Le Fumoir

Mi gol de Iniesta

El 8 de octubre se retiró don Andrés. Como futbolista, lo ha logrado todo. Como persona, ha conseguido lo insólito: unir a las dos Españas

Andrés Iniesta, en la rueda de prensa en la que anunció su retirada. / EFE

No hubo un gol de Iniesta. Hubo 43 millones. Cada uno vivió el suyo. Del mismo modo que todos nos acordamos de lo que hacíamos durante un atentado o un magnicidio, o el día que murió Diana de Gales, todos recordamos dónde vimos su gol. Los más afortunados, en directo, en aquel estadio sudafricano sumido en la bruma del invierno austral. Otros, en un hospital, al borde de una nueva cardiopatía tras haber superado un infarto, o en casa, con su familia y amigos, agarrados a un botellín de cerveza como a un rosario, mientras recitaban los misterios dolorosos respirando con dificultad por la patada de De Jong.

El 8 de octubre se retiró don Andrés. Como futbolista, lo ha logrado todo. Como persona, ha conseguido lo insólito: unir a las dos Españas. No sólo por el gol que nos dio el Mundial de 2010 y esa estrellita que es como el Toisón de Oro del fútbol, sino por su forma de ser, mezcla de humildad, ambición, fuerza, fragilidad, timidez y calidad a raudales que le hacía bailar, flotar y sentar cátedra con los pies en la cancha. No te puede caer mal Iniesta. Es metafísicamente imposible. En él hay un poco de todos nosotros, de nuestra infancia en el patio del colegio, de la pelota y el bocadillo. Y en él había algo de ungido para reivindicar a todo un país.

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Aquel 11 de julio yo estaba en Yemen, donde trabajaba para nuestra embajada. Había allí una potente misión diplomática holandesa. La coincidencia de ambos países en la final nos sirvió para organizar una fiesta juntos y enterrar discusiones no siempre coincidentes sobre un Estado que nunca acababa de salir de la dificultad. En julio de 2010 la vida era relativamente plácida en Saná. Quedaban seis meses para el estallido de las “Primaveras árabes”. Vivíamos todavía en una relativa despreocupación. Alquilamos la sala de un restaurante, y nuestros amigos, más provistos de medios, se encargaron de instalar todo lo necesario para dar ambiente. Como ellos pagaron la parte del león, no repararon en abalorios de color "oraanje", hasta que el comedor pareció más un templo consagrado al dios Ganesh que un restaurante presto para una final de un Mundial de fútbol. Había hasta recortables a tamaño natural de las estrellas de ambos equipos, dioses paganos de cartón que surgieron de ninguna parte. Holanda ya había perdido dos copas en el pasado con la mejor escuadra de la historia - un recuerdo para el gran Neeskens, fallecido recientemente -, por lo que todos vivíamos aquello con congoja. Ellos, por temor a que el dicho de la tercera y la vencida no se cumpliera. Nosotros, vírgenes en esas lides, por no saber cómo gestionar la posible decepción de una derrota, de perder una oportunidad que acaso nunca se volviera a presentar, de vivir un nuevo 98. Y esa congoja duró 116 minutos. Hasta que llegó esa jugada absurda, enrevesada, casi escolar, con final de apoteosis. Hasta que Iniesta redimió a un país y la maldición de los cuartos, y, por una vez, sentimos, in extremis -no podía ser de otra manera, dolor y gloria-, que éramos un país de verdad, que volvíamos a hacer historia quinientos años después y que, en adelante, nos dejarían jugar en el patio de los mayores y no nos robarían el bocadillo. Los yemeníes iban mayoritariamente con España. Al-Andalus, el Barça y el Madrid nos granjean simpatías indefectibles en toda Arabia. Cuando terminó el partido, algunos nos miramos diciendo: ¿Y ahora, qué se hace?. Nunca habíamos ganado tan a lo grande. No había un protocolo de celebración establecido. Tras felicitar a los inconsolables holandeses, salí con mi coche a la calle. Me acompañaba un amigo marroquí (!) que ondeaba una enorme bandera de España por la ventanilla, con medio cuerpo fuera y pasión desatada. Después de dar unas vueltas por la zona, tocando el kláxon, miré por el retrovisor y vi unos cincuenta coches siguiendo al mío. Una enorme culebra en aquella noche remota de verano en que Saná fue española. Gritaban “Hisbaaaniaaa!!!” y compartían nuestra alegría como si fuera propia. Algunos, kalashnikov en ristre, como en una boda, disparaban al cielo desde sus viejos Land Cruisers. Nunca destaqué por mi madera de líder. Y sin quererlo, había formado una “rúa”, sintiéndome a un tiempo como Carlinhos Brown en el Paseo de Gracia cuando el furor antiglobalizador y como Bin Laden en Peshawar galvanizando a sus huestes. Tras varias vueltas al ruedo, se me acabó el repertorio y ya no supe qué hacer para volver a casa sin tener de invitados a toda la cohorte de coches y barbudos tribales que nos seguían fielmente. Intenté acelerar, pero no les daba esquinazo. Cuando por fin conseguí driblarlos y me metí en la cama con el subidón, los sueños me llevaron al patio del colegio en un partido a cara de perro contra los mayores. La señorita Estrella ya tenía el silbato en la boca para que volviéramos a clase, cuando me llegó un balón rebotado y aéreo y le di con toda el alma de volea. Gol. Campeones del mundo. Gracias, maestro.