Opinión | LE FUMOIR
Ahora que todo pasó
Columnas de humo en Beirut tras un ataque de Israel contra la capital libanesa. / EP
Ahora que todo pasó podemos contarlo. El martes pasado se vivió en Beirut un dies irae como nunca había visto. Entre rumores de tregua, voceados por unas redes sociales que se han convertido en algoritmos de confusión, entre dimes y diretes que se empantanan en las arenas movedizas del cálculo político, Diegos que fueron digos sobre la fina capa de hielo de la diplomacia de navette, decisiones que cuelgan del pulgar caprichoso del que va venciendo la partida, quedó ese día, un 26 de noviembre de 2024, grabado en mi memoria. Hoy es sábado y luce el sol, y ahora que todo pasó -pues hubo tregua- parece que aquello ocurrió hace una vida, hace dos, pero fue hace sólo cuatro días. Beirut era esa mañana de noviembre una rosa de fuego de una pirotecnia que apenas intuíamos. Subiendo la colina de Baabda, desde el mirador que se ha habilitado para los periodistas gráficos en un recodo del camino, un palco que se abre sobre la planicie de Dahie, se observaban desde buena mañana las columnas de humo de las bombas que, alineadas en un tres en raya de terror, aterrizaban con pasmosa frecuencia y enorme estruendo sobre los barrios del sur, los más castigados, donde vive Hezbolá. Ver las bombas caer se ha convertido estas semanas atrás en un espectáculo morboso para muchos en Beirut. Las emociones se exacerban con la primera explosión, pero se apagan con la enésima, pura estadística. Ver la muerte de cerca quizá nos hace sentir más vivos. Creemos entonces que la vida adquiere más valor y sentido, cuando en realidad sólo se está haciendo más precaria ante nuestros ojos, pues su plenitud se diluye en la incertidumbre. Ese martes negro fue la traca final antes de firmar la papela de la paz hasta nueva orden de combate. Los objetivos de la aviación israelí se fueron desplazando hacia el este de la ciudad a medida que avanzaba el día. Beirut se convirtió entonces en un caos sonoro, una jam session desafinada donde se podía escuchar el zumbido taladrante de los drones que desde hace sesenta días vigilan este puerto de mar como un ojo ubicuo y omnisciente, el ulular de las ambulancias y la policía, que acudían a rescatar a los supervivientes de los edificios colapsados bajo las bombas, y las bocinas nerviosas de los conductores que huían despavoridos, en colas interminables, de los barrios señalados por los avisos del Ejército israelí. Ese concierto de viento era punteado por la percusión cada vez más cercana y amenazante de los 'bum!', onomatopeyas cuya sacudida uno siente en el pecho, como un puñetazo en un combate contra un boxeador invisible. Los días de guerra no los marcan las horas, sino esos hiatos que lo pespuntean de cualquier manera, como una mala costurera. El frenesí duró hasta las seis de la mañana. Pegar ojo sin zolpidem era un acto de valor y temple. El miércoles, la ciudad amaneció con tanto alivio como desconfianza. La gente miraba al cielo de soslayo, como si no acabara de creer que todo había pasado, que la noche anterior fue sólo una pesadilla. Cualquier ruido induce todavía a un pequeño sobresalto, pues los sonidos de la guerra son indelebles y permanecen con nosotros de por vida, erizándonos las orejas. Ahora que todo pasó los desplazados vuelven a sus casas -o lo que queda de ellas- con el colchón a la espalda y cara de frío, en imágenes que recuerdan a Madrid en el 36. Ahora que todo pasó la gente especula sobre el futuro, haciéndolo grande, e incluso sobre un pasado reciente que hoy se ve más chiquito, pues quiero creer que la esperanza es más fuerte que el miedo. Pero ese pasado fue hace cuatro días y el futuro está en manos de Dios, que tiene su forja lejos de aquí.
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