Opinión | El trasluz
Un jergón de paja
No logro despertarme nunca en el Renacimiento. Casi siempre en la Edad Media; a veces, en la Prehistoria
Una imagen de la Gran Vía de Madrid.
Hay días en los que me levanto en la Edad Media. Todo el mundo en el siglo XXI y yo contemplando la existencia con el susto de un habitante del medievo. No importa que vuele, por ejemplo, a Bilbao en un avión a reacción donde la azafata me ofrece un bocadillo y un refresco. Todo eso no ayuda a regresar a mi época, ni eso ni pedir un gin tonic con una raja de limón. Entonces me voy a ver el Guggenheim porque es imposible la existencia de un Guggenheim del siglo XII (no se había inventado el titanio). Me voy a verlo y lo rodeo, pero no veo más que Edad Media, como si la llevara en mis ojos. Me cruzo, de hecho, con un perro medieval que me ladra hasta que su dueño lo contiene y me pregunta incongruentemente qué hora es. La hora de qué siglo, le pregunto yo. El tipo me mira como si estuviéramos locos los dos (los tres, si contamos al perro) y me da la espalda y se va. Punto.
No logro despertarme nunca en el Renacimiento. Casi siempre en la Edad Media; a veces, en la Prehistoria. Voy solo por el campo con mi pequeña tribu, ataviado con pieles que me aíslan del frío, pues el paisaje está lleno de nieve y hielo. No hay forma de encontrar comida, estamos famélicos. No importa que en realidad vaya por la Gran Vía de Madrid, cruzándome con gente que lleva bolsas de El Corte Inglés o de Primark, porque lo que yo veo es un grupo de mujeres, hombres y niños esqueléticos en busca del cadáver de un conejo que llevarse a la boca. Y si me meto en una cafetería para tomar un sándwich de jamón, el jamón me sabe a gorrión congelado.
Algunos días salgo de la cama en pleno siglo XXI e irrumpo en un cuarto de baño donde me espera un cepillo de dientes eléctrico sobre el que me lanzo con una ansiedad de siglos. Deposito sobre sus cerdas una porción de pasta refrescante y al cepillarme noto una suerte de incongruencia, como si la dentadura no fuera de esta época, sino de otra, no sé de cuál, pero se trata de una dentadura que viene de la oscuridad de los tiempos, de allá de donde viene mi esqueleto también, quizá de una suerte de homínido que acabara de ponerse en pie y está estrenando las patas delanteras como manos. Las usa torpemente, pues, muy torpemente, por lo que decide regresar a la cama, que ahora resulta ser un jergón de paja.
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