1918, visión y memoria de la Semana Santa

La prensa ha tenido un papel fundamental en la difusión de la fiesta grande de la ciudad: la autenticidad y la espontaneidad fue lo que más llamó la atención a los reporteros de Madrid

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01 mar 2018 / 21:45 h - Actualizado: 01 mar 2018 / 21:45 h.
"Cofradías"
  • 1918, visión y memoria de la Semana Santa

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A finales del siglo XIX los avances fotográficos consiguieron una incipiente colección de imágenes que, aunque algo encorsetadas, mostraron el esplendor de las cofradías sevillanas fuera de nuestras fronteras. A principios del XX las procesiones eran consideradas como un fenómeno cultural polivalente, que fascinaba a los forasteros por la exaltación sentimental de la fiesta, por el legado artístico custodiado por las hermandades durante siglos y por la transformación teatral de la ciudad para escenificar la Pasión y Muerte de Cristo en un rito genuino y contradictorio más propenso a ser vivido que narrado. En este sentido, 1918 supuso un punto de inflexión en el tratamiento periodístico de la Semana Santa como una realidad viva. Gracias a la labor de Juan José Serrano Gómez abandonó las breves reseñas en la prensa nacional para ocupar amplios reportajes, donde era explicada con todo lujo de detalles y convenientemente ilustrada.

Hace justo un siglo Sevilla vivía inmersa en el ritmo propio de la Cuaresma. Junto a los debates oficiales sobre los horarios y retrasos, el pueblo satisfacía la espera con las señales inequívocas de la inminente semana mayor: el anuncio de los palcos o los cultos de hermandades, como la del Valle, que en aquel 1918 sorprendió por la riqueza de su altar de plata, las partituras notables de Zarzuela y las prédicas encendidas de Muñoz y Pabón. Los estrenos agitaron la expectación de los más curiosos congregados frente al paso del Nazareno de San Roque expuesto en la calle Sierpes o en el escaparate de los números 24 y 26 de la calle Francos, donde el Taller de Olmo presentó el palio de la Esperanza de Triana.

En 1918 salieron treinta y cinco cofradías durante las seis jornadas, incluida la Madrugá, que estructuraban entonces la Semana Santa. La novedad clave fue la institución del palquillo de La Campana que, presidido por Sebastián y Bandarán, obligó el paso de las cofradías por este punto, fijando así el itinerario de ida hacia la Catedral en un intento vano por regularizar los desfiles, pues la impuntualidad y el desorden fueron la nota predominante. El Domingo de Ramos fue uno de los días más lucidos por la brillantez de todos los pasos, a excepción del de la Virgen de La Cena, que recibió numerosas críticas por el palio y manto negro confeccionados en la Casa Aranda de Zaragoza que estrenaba. Pese a las irregularidades de los cortejos y a cierta inestabilidad meteorológica, fue una semana pletórica y tranquila, que dejó estampas tan llamativas como el Cristo del Amor incorporado a Montesión durante la tarde del Jueves Santo o el original paso de espejitos del Cristo de la Coronación de Espinas.

Así fue la primera Semana Santa capturada por el objetivo de Serrano, que desde 1917 había fijado su residencia en Sevilla por consejo de Joselito el Gallo. El fotógrafo no abandonó su vínculo profesional con Madrid, convirtiéndose en corresponsal desde su estudio de la calle San Luis. Sus descriptivas instantáneas motivaron que medios de tirada nacional, como El Día, La Nación, La Acción o Mundo Gráfico, retratasen a toda página una ciudad entusiasmada que se volcaba en torno a sus fastuosos pasos. A diferencia de la prensa local, sujeta a los poderes eclesiásticos, las crónicas de los madrileños dirigieron su interés hacia la cultura popular de la que llamaron la ciudad de la gracia expresada en su exuberante tesoro artístico, en la religiosidad poco ortodoxa del desenfado de la bulla y en el culto fuertemente humanizado hacia las imágenes, que se desprendía del tono coloquial de los vítores y de algunas saetas cantadas por Pastora Imperio, Amalia Molina, la Niña de los Peines y sobre todo por aquellas más espontáneas, como la que decía: «Virgen de la Macarena / te quiero porque es tu cara / como la de mi nena / morena clara». Sobrecogidos por lo contemplado en las calles y apoyados por las fotos de Serrano, los periodistas no dudaron en definir aquella Semana Santa como la «más lucida» de la historia, «la fiesta del oro», los días del gentío, que como si de «un hormiguero» se tratase se abandonaba incansable a recorrer las calles durante el día y la noche para ver los pasos o acompañarlos en hileras de nazarenos, que llegaban a acumular la incomprensible cifra de más de trescientos penitentes. En la Madrugá, «la síntesis espiritual de la fiesta», estremecieron el silencio monumental del Gran Poder, el oro rutilante de la Macarena y el júbilo desbordado de Triana y durante el Viernes Santo impresionó El Cachorro, apodado tal y como «los gitanos de la cava llamaban a sus hijos más hermosos».

Ya en la actual Semana Santa, en crisis para algunos o en plena transformación para otros, resulta necesario encontrase con su memoria histórica forjada en las noticias de los archivos y testimoniada con viveza en estas crónicas del siglo XX, cuyas letras e imágenes nos permiten rescatar la autenticidad de otros tiempos y descubrir nuestra propia identidad cultural. A partir de 1918 y prácticamente hasta su fallecimiento, Juan Serrano tomó fotografías imprescindibles de la Semana Santa, cuya difusión fuera de la ciudad fue fundamental en la valoración que hoy goza como uno de los más importantes bienes culturales de España. En definitiva, estos papeles polvorientos y sus estampas centenarias son el mejor reflejo del devenir de las hermandades sevillanas en su camino hacia el siglo XXI, pues nos brindan la posibilidad de reconocernos en lo que fuimos, somos y quizás no llegaremos a ser.