Ante este acuerdo con muchos achuchones de a buenas horas mangas verdes, unos aplauden y otros maldicen. En el camino, no solo la gobernanza de un país que sigue en el aire frente a la esperanza incierta de un ejecutivo compuesto por no sabemos aún cuántos partidos, sino el absurdo de resolver lo resoluble solo cuando la desesperación aprieta, la nube fugaz de un partido al que hemos visto nacer y morir en los últimos estertores de la crisis que no termina sin embargo, el renacimiento del fascismo que nunca se fue dentro de una democracia que alimenta su propia miseria interna y ese verso de Machado siempre recurrente en esta patria que nos tocó en suerte: "Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios: / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón".
Habrá gobierno progresista, dicen los que se alegran ahora una barbaridad, sin ser conscientes, o sin quererlo ser, no ya de los cientos de millones de euros gastados en balde, por el capricho de quienes no acordaban el acuerdo ahora sellado en menos que cantó el gallo, sino, sobre todo, de esa España ocultada que ahora se ha levantado sin complejos, airada, refunfuñona, malhumorada e incómoda; esa España que, como la otra, ha asumido la falacia de que la democracia consiste simplemente en votar, aunque se voten disparates, sinsentidos e involuciones. Se ha normalizado que la democracia lo aguanta todo, lo soporta todo, lo deglute todo, incluso lo antidemocrático, porque ser democrático consiste en aceptar lo que una mayoría apoye, sea lo que sea. En este descuido fanfarrón y áspero en el que abandonamos la democracia, tal vez pensando con ingenuidad que la inventaron los griegos -donde las cosas las decidían los de siempre, porque los otros no eran gente ni pueblo ni almas-, hemos olvidado que la democracia tal y como la veníamos entendiendo no la impulsó Atenas, sino la compasión, el humanismo, la civilización y la ilustración de la modernidad, es decir, que se apoya en unos mínimos irrenunciables que no pueden, a estas alturas, volverse del revés como un calcetín por el sofisma ramplón de que todas las opiniones son respetables. Mentira: no lo son. Solo las personas lo son.
Ahora se celebra sin ton ni son esa alegría infantiloide de que más vale tarde que nunca, de que por fin tenemos lo que queríamos, de que ya está resuelto el gobierno de izquierdas que le hacía falta a este país, como si este país fueran solo los votantes del engendro de gobierno que resulte, como si toda esa gente que ha votado otra cosa radicalmente distinta no fuera también país, no conviviera con los votantes de algunos de estos partidos que constituirá el nuevo gobierno de coalición, como si la otra España no estuviera coaligada peligrosamente contra el gobierno, como si no se le hubiera dado alas al odio para seguir creciendo en las instituciones, como si no se hubiera inoculado ya en la juventud ignorante, desorientada y dolida el virus de un revanchismo que no tardará en asomar, tarde o temprano, agazapado en la matemática casual o causal que espera su siguiente oportunidad, como si no siguiéramos viviendo todos en el mismo país, en el mismo pueblo, como si no hubiera culpables a ambos lados de la frontera que alimentamos.