El zoólogo Desmond Morris, después de publicar “El Mono desnudo”, un estudio de la especie humana desde el punto de vista exclusivamente animal, se atrevió con una segunda obra, “El zoo humano”. En su comienzo viene a decir que en la época en que nos vestíamos con pieles y usábamos garrotes, en un cuadrado de 35 kilómetros de lado, podían asentarse según la demografía de la época -unos cuantos por aquí y otros pocos por allá- unas sesenta personas. Las mujeres recogiendo frutas y los niños jugando e imitando las técnicas de caza de sus padres, que iban y venían con las presas capturadas. Si la tribu prosperaba, desgajaba un grupo que colonizaba otra parcela. La proximidad suscitaba rencillas, y la naturaleza -lo que llamamos sentido común- nos informaba que era más útil para la especie, poner tierra por medio para que no aumentasen los garrotazos.
Aquel cuadrado equivale más o menos a la superficie de Manhattan donde viven ahora seis millones de criaturitas. Hemos adquirido mucho conocimiento desde entonces, pero anatómica y fisiológicamente, nuestro cerebro es idéntico y se impresiona por lo mismo. ¿Nos extraña que las consultas de los psiquiatras estén llenas?
A finales del XIX y principios del XX, surgió la revolución industrial y el fenómeno de la emigración del campo a la ciudad: el progreso. Noah Gordon ilustra de maravilla un episodio en “La bodega”. De dos hermanos que heredan un viñedo, uno compra la parte al otro, y trabaja en la viña. Vive en el campo, suele levantarse viendo amanecer, cuida sus vides trabajando duramente, pero bebe agua de manantial, respira aire puro, come embutidos caseros, sestea bajo un árbol y tras la jornada, departe con algún que otro amigo en el pueblo.
El otro hermano se va a la ciudad. Ha dejado el campo para trabajar en una fábrica textil, y le pide que le visite. El del campo llega a la puerta de una fábrica donde hiede y lana podrida, a sudor de 200 operarios apretujados en los telares y a hollín y aceite de máquina. Debe ponerse lana en los oídos para soportar el ruido atroz de la factoría, un vigilante impide, que los obreros hablen durante el trabajo, (caso de que pudieran oírse), y que paren para comer, debiendo sacar la comida del bolsillo y con las manos llenas de grasa, mordisquearla mientras trabajan. La compañía les alquila una casa mucho más pequeña que la del campo, con un retrete para cada cuatro familias y pueden comprar comida -normalmente rancia y agusanada- en el economato de la empresa. Y el de la fábrica, le dice al otro que lamenta que no haya podido dar el salto al progreso, porque él en 3 años va a pasar de aprendiz a peón y conseguirá los domingos libres, mientras el otro seguirá en el campo con su viña.
¿Y nos extraña que llegase la tuberculosis y otras epidemias?
Hoy unos pocos osados, se van a teletrabajar desde alguna aldea de la España vaciada.
Busquen en internet el cuento del pescador de Pablo Coelho. ¿No llevaría razón ese hombre, cuando decía que ya tenía lo que necesitaba? Me pregunto a veces.