No creo que la pandemia sea un invento, que es lo que creen millones de personas en el mundo, y están en su derecho, pero sí en que los que gobiernan España no parecen tener mucha prisa porque regresemos a la normalidad y utilizan el coronavirus para cambiarnos algunos hábitos y controlarnos mejor. Por poner un ejemplo, lo de abrazarnos y besarnos creo que ha pasado a mejor vida y confieso que es algo que no lo llevo nada bien.
El sábado estuve comiendo en Palomares del Río, en La Truja, un mesón al que no iba desde hacía muchos meses. Cuando llegué había muchos paisanos y amigos, y algunos se lanzaron a darme la mano como si no pasara nada. A ver quién le desprecia un apretón de manos a un amigo del alma, de la infancia. Lo peor son las miradas de los demás cuando te ven darle la mano a alguien. No digamos si te das un pico con esa amiga a la que no ves desde hace décadas, pero que sigue estando tan apretada de caderas como siempre.
Si quieren que les sea sincero, para ciertas costumbres y necesidades merecería la pena correr el riesgo de acabar contagiado. No recuerdo ya ni siquiera cuándo fue la última vez que abracé a una mujer, pero casi ni me acuerdo de cómo se hace. No digamos un beso como Dios manda o hacer el amor como mandan los bichitos que nos pegan bocados en el mercurio que marca la temperatura de la piel. Estoy que me mira la pescadera del Mercadona de Coria del Río y le canto por soleá de Alcalá, esta copla tan sentía:
No te roces con mi cuerpo
que ardo como el rastrojo
y puedes prenderte fuego.
En el mismo supermercado una señora a la que no conocía de nada se me echó encima, diciéndome: “A mí no me vayas a besar”. Vamos a morir de falta de cariño, de amor, de roce con el semejante.