Tengo tres lectores entrañables, supongo que, como es lógico, les gustarán unas cosas mías más que otras, a veces se entusiasmarán con mis palabras y a veces tal vez les disgusten, es el riesgo que corre cualquier persona que se atreve a leer a quien, como es mi caso, no escribe al dictado de nadie porque tiene su vida resuelta con su ocupación central y amada que es la universidad pública -a la que dedico casi todo mi tiempo, tanto libre como el llamado no libre- y porque el editor y propietario de este medio me lo permite. A veces cito a Balzac y a Confucio. Decía el novelista francés, allá por el siglo XIX, un siglo que tuvo que ser apasionante, que en París había quien todos los días escribía el mismo artículo. Y Confucio sostiene que si uno no quiere trabajar nunca debe buscarse el trabajo que más le guste.
Las dos ideas siguen de actualidad. Qué triste levantarse cada jornada para escribir que el PP o Vox son los buenos y el PSOE y Podemos los malos o al revés. Comprendo que personas así estén deseando jubilarse porque debe quemar mucho. Yo he tenido que hacer algo de eso en mi carrera como periodista y en cuanto pude salté a la universidad y hallé la libertad que buscaba, enlazando así con Confucio. Ya no estoy en ese valle de lágrimas que para muchos es el trabajo -y eso que a mí el paso por el periodismo como modo de vida me ha servido enormemente-, ahora disfruto de una independencia envidiable, cumplo con mis obligaciones -y más- sin “látigo” alguno, y si la salud me respeta me van a aguantar mis colegas posmodernos hasta los 70 tacos en las aulas y en la gestión, donde estoy rodeado de puristas que no saben que son lo mismo y a veces peor de lo que ellos critican.
Es bueno, sin embargo, no encerrarse en el despacho universitario y respirar periodismo y comunicación. Yo lo hago desde este rinconcito y otros, por mi bien y el de mis alumnos e investigaciones. La práctica es la que lleva a la teoría y al método. Es entonces cuando me he encontrado con mis tres lectores que me escriben correos electrónicos a menudo; en ellos tienen la delicadeza de alabar mis aciertos y no criticar mis errores con lo cual me hacen el favor de contrarrestar lo incómodo que resulta a nivel social ser uno mismo y no dejarse llevar por modas, costumbres y dictaduras de papel celofán que a ciertas edades no engañan a nadie, para algo tiene que servir cumplir decenios, no va a ser sólo para que se te joda la próstata.
Por esos tres lectores vale la pena seguir escribiendo, me inyectan energía y sé que cada día van a estar ahí, aguantando mis estados de ánimo, disfrutando con mis planteamientos, frunciendo el ceño cuando no les agrade demasiado algo de lo que apunto. Hace décadas, yo creía en eso que llaman el pueblo, y luché por él, recorrí barrios y pueblos con mis amigos del colectivo cultural Gallo de Vidrio que el año que viene cumplirá 50 años desde su fundación. Llevábamos en nuestras alforjas poemas, cuadros, guitarras, manifiestos, libros... Hicimos lo que teníamos que hacer en épocas difíciles. Llegué desde el cristianismo al marxismo, me preocupaba la gente. Hasta que pasaron los años y comprendí que sobre todo me preocupaba por mí y Nietzsche me lo dijo y él y Schopenhauer me enseñaron el valor de la soledad antes que las malas compañías y los hechos me mostraron que la Historia no la mueve ese santo al que la izquierda bautizó como “las masas” sino que quienes lo hacen son las minorías ilustradas, emprendedoras, inquietas y pensadoras. Yo sé que, en la universidad, si en una clase tengo sesenta alumnos hablo para diez, como mucho. Y sé que en este diario escribo para mis tres lectores, los números dicen que tengo más, a los que abrazo sinceramente les guste o no lo que digo en esta sección. Pero me van a permitir que en esta ocasión piense en especial en esos tres lectores que tienen el detalle de mandarme cartas engordando mi ego, que a nadie le amarga un dulce.
Mis tres lectores me recuerdan al gran pensador de la complejidad, Edgar Morin, otro de mis maestros, que aún vive, tiene 99 años y no hace mucho que se casó por tercera vez. Morin relata que él creía que las masas eran las que cambiarían el mundo y que cuando le oyó decir a André Gide en los años 40 del siglo XX que sólo algunos salvarían el mundo no le gustó nada. Decenios después encontró la misma frase en las memorias de Gide y comprendió que tenía razón. Creo lo mismo que Gide y que Morin: si el mundo se salva será gracias a una minoría y mis tres lectores formarán parte de ella.