Pocas veces se destaca el papel que juegan los aficionados en un arte como el flamenco, que si bien ahora cuenta con ayudas de las instituciones públicas y privadas, en otros tiempos no fue así. Por tanto, cuando nacieron las peñas flamencas, en los años cincuenta del pasado siglo, consagrándose como un fenómeno importante en la siguiente década, al arte de lo jondo se le apareció la Virgen María. Y sobre todo a los profesionales que viven de cantar, bailar o tocar la guitarra. He tenido la fortuna de conocer a cientos de peñistas que han dado su vida por el flamenco desatendiendo sus casas y a sus familias, dejando incluso de trabajar para luchar por este arte y los artistas o gastándose el dinero que no tenían. Cito aquí a hombres como Paco Cabrera de la Aurora, Manuel Centeno, Jaime del Pozo, Juan Mena Díaz, José Cabello, Manuel Herrera, José Garzón o, para no hacer la lista interminable, Antonio Bonilla Martínez, el que fuera durante muchos años presidente de la sevillana Peña Flamenca Niño Ricardo, que murió ayer a la edad de 87 años.
Fue de los primeros aficionados que conocí cuando empecé a acercarme a las peñas flamencas, en los setenta, para ir aprendiendo a amar este arte único. La Peña Niño Ricardo estaba entonces en la Cuesta del Rosario y en aquel local pequeño y coqueto tuve la suerte de conocer en persona a Antonio Mairena en compañía de un joven Paco Robles, el escritor sevillano, con el que viví aventuras de aprendizaje en festivales y peñas de Sevilla. Antonio Bonilla ya era entonces un hombre de una pujanza increíble, con una capacidad de trabajo admirable y una afición a prueba de bombas. Cantaba, sin duda por influencia de su padre, el cantaor de El Viso del Alcor Antonio Bonilla El Gloria, que además era barbero con barbería propia, creo, en la sevillana calle Recaredo.
Antonio Bonilla luchó lo indecible por la Peña Niño Ricardo, la única de Sevilla con nombre de guitarrista y no de cualquiera: del más grande de Sevilla. Recuerdo cuando tuvieron que entregar el local de la Cuesta del Rosario, en 1993, por denuncias de vecinos y, al parecer, la complicidad del Ayuntamiento. La verdad es que el dueño del local lo quería dejar libre para volver a alquilarlo a un precio mucho más alto que en 1978. Antonio sufrió mucho por aquello porque la entidad tuvo que recoger los chismes y meterse en el local de un amigo en Triana. Hasta que alquilaron uno nuevo en la Huerta de la Salud, entre el Mirador y el Polígono de San Pablo, donde por cierto se echaban unos ratos estupendos y pasaban cada sábado por la noche muchos artistas y aficionados de Sevilla y sus pueblos. No eran recitales pagados, sino por amor al arte. Y cada semana, sin faltar nunca a su cita, el primero en llegar era Antonio Bonilla, el veterano presidente, que iba recibiendo con amabilidad oriental a todo el que se acercaba a la peña. Copita de vino y un cante, ese era el recibimiento de Antonio. Recuerdo la alegría que le dio la noche que llevé a Juanito Valderrama y Naranjito de Triana para que escucharan a Pepe Cruz, un aficionado que cantaba mejor que las grandes figuras.
Se ha ido un hombre cabal, uno de los mejores aficionados que he conocido en toda mi vida. Que vivió para su esposa e hijos, y también para el flamenco. Se ha ido pero ha dejado la esencia en sus hijos y nietas. Antonio Bonilla hijo es artista, guitarrista y profesor. Era abuelo de la bailaora Ángela Bonilla y de la soprano sevillana Leonor Bonilla. Era su obra, la de un hombre fundamentalmente bueno, elegante, jovial y simpático, que debería haber sido reconocido en vida por tantos años de lucha en pro del flamenco. Descanse en paz.