Afganistán y el viajero accidental

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30 ago 2021 / 12:27 h - Actualizado: 30 ago 2021 / 12:30 h.
  • Afganistán y el viajero accidental

La imagen de un C-17 Globemaster III en Kabul carreteando en pista con decenas de personas agarradas en asideros imposibles junto a la dramática caída de cuerpos al poco del despegue, reverberaba en los pensamientos internos mientras sentado en un avión comercial destino Estambul me forzaba a creer que todavía existe un mundo exterior real y disfrutable. Las circunstancias de pandemia, la sobrecarga de trabajo -obra y gracia de la vida digitalizada- y el sobrevenir natural y no menos lastimoso del cuidado y dependencia de los progenitores, me habían cercenado la válvula de escape natural que constituye el viaje, que junto a la lectura creo la forma más acertada de conocimiento para entender este mundo o quizás para concluir que no hay solución posible al mismo. Parece claro que el futuro individual –como el de muchos afganos ahora- depende del margen de esfuerzo personal que se pueda lograr, pero en gran medida de un juego de cartas que recibes aleatoriamente de la diosa Fortuna, muy en la línea de Match Point de Woody Allen.

Entender lo sucedido es triste pero relativamente fácil si se condensa en un buen documental, se realiza la disponible búsqueda de información certera, o se escucha con atención argumentos ilustrativos de quién lo merece. Aquí, en un par de folios no son más que esbozos que engarzo con otras ideas que me parecen importantes con el objetivo de interconectar lazos e inducir a la indagación activa y personalizada, como siempre. Si propusiera comenzar con otras imágenes sugerentes, se antojan peculiarmente similares las de un helicóptero CH-46 evacuando personal en la azotea de la embajada de Saigón en 1975 y las de un CH-47 en la actualidad...un buen fondo de pantalla para entender la inutilidad manifiesta de ese gran policía mundial que pretende ser los Estados Unidos de América. Para la derecha española que tanto glorifica lo anglosajón y despotrica de lo propio, convendría recordarle un poco de historia y política internacional reciente y para los progresismos perdidos reseñar que buena parte del problema insalvable radica en la religión y las costumbres tribales propias, lo que en ambos casos no debería justificar tolerancias reaccionarias, subjetivas o relativistas, especialmente cuando la infancia o la mujer es la parte más frágil del sufrimiento.

Sin alejarme hasta Alejandro Magno o Gengis Kan, el capítulo colonial nos recuerda tres guerras anglo-afganas en el siglo XIX y XX junto a la conformación de la llamada Línea Durand o como coger un tiralíneas para aquello de las fronteras. Pakistán (nacido al separarse de India), fue y es alentador amigo del movimiento talibán, que como precedente y durante el periodo de invasión soviética (1979-1989) pasaron a ser reconocidos como héroes muyahidines -que daño hizo Rambo III en mentes limitadas- convenientemente armados por los norteamericanos en pro de “otorgar la libertad” a los pueblos oprimidos. Este proceso inconcluso permitió la toma del poder a partir de 1996 y la imposición de su particular Sharia e interpretación coránica. Así quedó la cuestión hasta que el 11S justificó la intervención previa contra Al-Qaeda (2001) de las fuerzas internacionales lideradas por Washington, antes de la invasión de Irak (2003), verdadero objetivo de la campaña militar disfrazado con aquello de las armas de destrucción masiva, el trío sabandeño de las Azores y el eje del mal.

Aparte del objetivo Osama Bin Laden (teórica y curiosamente eliminado en una hacienda fortificada cerca de Islamabad en 2011), la cosa se alargó nada menos que 20 años tratando de poner orden, concierto y sucedáneos democráticos en el cacao étnico de pastunes, uzbekos, turcomanos, tayikos, baluchis o hazaras entre otros, imponiendo figurante presidencial del turno (el último, Ashraf Ghani salió con prisas y parece compartir destino con el Borbón emérito), y aportando ciertas infraestructuras de civilización que han exigido un enorme reguero de sangre propia y ajena. Solo a EEUU le ha costado más de 2.300 vidas y cifras astronómicas de miles de millones de dólares...para nada. Como colofón el señor Trump y previamente a su finiquito (no olvidar su tendencia ocupante de congresos), negoció con los talibanes la vergonzosa salida de tropas, como también ahora lo ha hecho el jefe de la CIA, William Joseph Burns. A la suma de todos estos datos, si yo fuera militar estadounidense o familiar me estarían dando arcadas de esa hipocresía patriotera desplegada patéticamente por los inquilinos de la Casa Blanca para justificar lo imposible, y como muestra el último discurso de un hierático y momificado Joe Biden con lagrimita y voz entrecortada.

Un vistazo a los intereses comerciales de todo este tinglado también arroja luces a quien la necesite. Las ventas de armamento de las grandes empresas globales -especialmente estadounidenses- han sido estratosféricas. No hablamos solo del material usado por los aliados, sino del necesario para la formación del ineficaz ejército afgano desmoronado en pocos días. Se calcula que se han dejado atrás unos 75.000 vehículos militares, 200 aviones y helicópteros junto a centenares de miles de armas individuales con equipo especializado. Pero es que Afganistán además de un tradicional lucrativo negocio de opio, esconde en el subsuelo de su territorio una riqueza mineral y energética importante y diversa, destacando ingentes reservas de litio, tierras raras como el neodimio y el lantano o el clásico cobre, todas piezas claves para la industria y la tecnología actual. No es de extrañar que China –que debería ser analizada como la primera amenaza mundial con su expansionismo- y su particular concepción de derechos humanos tenga gentileza y prácticas tragaderas para hacer negocio con los talibanes del nuevo Emirato Islámico de Afganistán, el ISIS-K o el mismo diablo si hiciera falta. De paso al necesario apoyo inversor también pedirán como pequeña contrapartida que no apoyen a los molestos uigures de la región fronteriza de Sinkiang.

Estas viandas y otras menudencias como petróleo, gas, metales y piedras preciosas pueden ser también de interés y provecho para otros potenciales aliados o “hermanos musulmanes” sin muchos escrúpulos como Rusia, Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Arabia Saudí, por lo que volveremos al tablero del reconocimiento internacional, intercambios, cooperación, crisis y nuevos conflictos, sin duda. Los actores menores como España y resto de la fragmentada Europa seguirán a remolque y con la idea de contribuir a una cierta visión del bien común, aunque la realidad les pase por encima. En nuestro caso el balance ha sido duro y caro, con 102 muertos y 4.000 millones de euros gastados. Con una oposición que ni siquiera ha dado tregua a una operación de evacuación compleja y más arriesgada de lo que se piensa, sacando a más de 2.000 personas gracias a una actuación ejemplar de militares, policías y diplomáticos junto a unos medios estratégicos tan necesarios -aviones de transporte A400M- que sin ellos no hubiera sido posible realizar la misión. Hablamos de profesionales insustituibles con una preparación y fama ganada a pulso, por lo que no debieran ser expuestos a esfuerzos y sacrificios innecesarios.

En todo esto tenía yo mis reflexiones cuando dejaba la antigua Constantinopla o anterior Bizancio. La eficiente empleada del hotel sugería amablemente su valoración online para mantener su trabajo (qué eficaz tiranía la del neoliberalismo), y solo quedaba el largo viaje al anodino y vanguardista aeropuerto similar al de cualquier otra parte del mundo. Pensaba la diferencia de haber llegado a la estación del Orient Express mientras superaba el suplicio de registros, desvestido e insoportables trámites burocráticos, con el añadido sanitario de las obligatorias aplicaciones de smartphone y la obtención de los malditos códigos QR. En el equipaje de mano, algunos libros y la maqueta de un vapor del Bósforo enmarcado con mucho gusto con el fondo de un símil de carta náutica; en la mente, el cambio de época y las circunstancias a la que el destino nos fuerza; en el alma, la necesidad de autenticidad y conciencia vital intensa.

Alvia de vuelta y a mi espalda dos féminas de unos 30 años, con familia bien y óptimos empleos que iban de turismo vacacional al sur. En las casi tres horas de camino me empapé de su tono alto y conversación comprendida entre la banalidad y la impostura: novios estupendos, resorts con palmeras en Marbella que parecían Tailandia, comidas fantásticas, compras y mucho Instagram, que si no se hace ver al parecer no existe. Me las imaginaba terminando el día en la playa con un supermegachupiaplauso a la puesta de sol y me preguntaba qué sabrían de Kabul y qué narices les importaría nada de aquello.

Frustrado por la cada vez más común ausencia de una conversación adecuada, locuaz, pasional y argumentada, me refugio en estas líneas para jugar con el título de la obra de Paul Bowles, The Sheltering Sky junto al apellido prestado de The Accidental Tourist (Lawrence Kasdan), y me contentaría con ser la mitad del personaje Port Moresby (excelente Malkovich en la versión visual de Bertolucci), muriendo de fiebre tifoidea en medio de un triángulo emocional y un vacío interno que glorifica lo sublime frente a la superficialidad. Todo parece ilimitado pero la finitud de la existencia es implacable como para no aprovecharla al máximo.

«Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra».

«...otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con otras y rechaza los aspectos que no le gustan».