Opinión

José Luis Escañuela

Albert Solá, el bastardo del rey

Albert Solá y el rey Juan Carlos.

Albert Solá y el rey Juan Carlos. / José Luis Escañuela

Siempre me apasionaron aquellos relatos de bastardos o bastardas que peleaban por demostrar quienes eran o tal vez hubieren podido ser.

La primera de aquellas narraciones versaba sobre Anastasia, la hija de los Romanov. No hay historia más épica que el de la niña que escapa en un carromato, tras ser fusilados sus padres y hermanos. Más tarde, su marido es asesinado y su hijo desaparece entre las brumas del Bucarest previo a la guerra fría.

De entre todos los rompecabezas que nunca encajan, jamás entendí que aceptara someterse a las pruebas de ADN. Elijan si fue una impostora o alguien cambió el tubito.

Esta semana hemos asistido al óbito del que decía ser hijo del Emérito, título tan vano como el personaje, diluido entre las sombras y su semen inquieto, definitorios de su estirpe.

Solá, -así se llamaba- sí había conseguido su título y hasta un reino. Unas imágenes (les aconsejo verlas), lo dibujan como camarero. Al principio, te invade la perplejidad de observarlo sirviendo mesas. La pista te la dan los chistes que cuenta. Recuerdas la paella (supongo que de mariscos) de Juan Carlos a Barbara Rey, y ya no te queda duda alguna...

“Alicia se izó de un brinco porque de pronto comprendió que jamás había visto un conejo con chaleco y reloj en su interior. Corrió ardiendo de curiosidad y lo siguió por una gran madriguera junto a un seto. Alicia se metió, tras él, sin pensar cómo se las ingeniaría para volver a salir”

“Qué bonito sería poder entrar en la Casa del Espejo. Juguemos a que el cristal se hace blando como gasa”, dijo en el país de las maravillas.

Estos dos senderos de Lewis Carrol, son el gran dilema de la existencia. El privilegio de desaparecer cuando todo muere.

De repente tu amante o tu perro (tanto da) desaparece, al modo de aquellas gafas o aquel reloj (tanto da). Otras eres tú quien se abandona entre brumas y fantasmas. (tanto da) Pero el peligro es quedarte en el laberinto... Dices adiós a las cenizas frente al mar, (como esas que han aparecido en Chipiona sin dueño), y no sabes si son ellas las que te están despidiendo.

Cuentan entre bastidores que Albert Solá tomó una cerveza antes de caer infartado frente a una cámara bizca. Dicen que bebió, poco antes, una birra. Mostró su perplejidad por la extraña temperatura del líquido con acento. Algo que solo hacemos en la Sevilla miarma. Unos minutos después se desplomó.

A quién le importa. Qué más da que hubiera podido ser rey. Ni siquiera le dejaron probarlo procesalmente. Ya saben, los siempre serviles jueces del Supremo. Ya no será heredero –ni sus hijas- de la fortuna a la que sí accederán los “legítimos”. Tras de sí, casi doscientas cartas a su padre. Las últimas nos darían el exacto paradero saudí del Emérito.

Termino mi cocktail. Papa Hemingway o jemingüey, como quieran. Solo lo encontraba en aquel club de tenis en Mijas que regentó Lew Hoad. Otra historia épica de quien pasara del blanco inmaculado de Wimbledon a acodarse en una barra. “Se está echando a perder”, creo que decían...

Ya solo sirven ese mejunje en un minúsculo tugurio frente al azul de Conil, donde hiede a sudor y a pescado. Marrasquino, hielo batido y sobre todo, nada de azúcar.

“Un milagro que tengan hielo” le susurré a mi acompañante.

Y entonces retornó a mi memoria Albert Solá. Como la quizás zarina Anastasia o la impostora Anderson. (tanto da) Ellos sí atravesaron el espejo. Y nosotros, en nuestro laberinto...

Cuánto habrá aliviado a Solá, ésta su última desaparición forzada. Al parecer, hizo un gesto postrero que el dueño del bar que lo usaba como reclamo, interpreta para sí. Quizás fuera hacia aquella familia donde lo abandonaron o ese padre Real o fingido. (tanto da). Suspensión etérea, le llamaban los magos del siglo XX. Siempre Pizarnik. “Sólo los seres a los que atribuimos magia te hacen vivir”.

Ese príncipe que fui.