La vida del revés

Amantes

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08 abr 2021 / 07:33 h - Actualizado: 07 abr 2021 / 23:33 h.
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  • ‘Los amantes’, de René Magritte (1928).
    ‘Los amantes’, de René Magritte (1928).

Alumnos y profesores siempre tuvieron, tienen y tendrán, una extraña relación. Las posibilidades son muchas. Van desde el odio (del genuino, del que se puede mascar) hasta el amor (también del genuino, de ese que puede acabar con todo). A mí, de todas las opciones, la que más me gusta es la que se establece desde la amistad, desde la dependencia mutua entre dos personas que saben que el uno sin el otro son algo menos. Supongo que es mi preferida por ser la más habitual y la más cómoda. Se parece mucho a la que pueden tener los amantes (me refiero a las personas que se quieren con la obligación de ocultarlo. Uno o los dos. Es igual). A veces, muchas más de lo que puede parecer, este tipo de relación es la que se produce de forma espontánea desde un primer momento (¿Flechazo intelectual? Supongo que puede llamarse así). El profesor percibe una actitud y unas aptitudes en ese alumno que le convierten en una persona de especial interés. Al fin y al cabo, lo que busca es ser escuchado y, si puede ser, entendido. Sin embargo, esto no puede hacerse público. La pena impuesta a un profesor que no oculta sus preferencias suele ser terrible. Si el sujeto es, además, un buen profesional, provoca que la reacción del resto de alumnos sea especialmente virulenta. Todos desean ser los preferidos aunque no lo reconozcan jamás y eso se convierte, casi siempre, en ataques de celos incontenibles. Vaya, que los alumnos no consienten que se les trate como un «segundo plato académico». A partir de ese momento, en cuanto se detectan esas preferencias, no hay compasión con el profesor. Se le tachará de vago, de mujeriego o de puta o de maricón o de lesbiana (depende de si se establece un vínculo profesor-alumna o profesora-alumno o profesor-alumno o profesora-alumna, respectivamente), de injusto al calificar, de malvado... Por otro lado, el alumno que se siente atraído por la altura intelectual del señor que le habla desde lo alto de una tarima (o lo que es mucho más contundente, sentado en la mesa del bar tomando un café) no puede manifestar su alegría por sentir esa atracción. La pena impuesta a los llamados «pelotas» es, del mismo modo que en el caso anterior, dura, muy dura y se le tachará inmediatamente de «pelota» (eso es suficiente en este caso. Peor calificativo es imposible). Los ataques de celos a los que me refería se descargan con mayor facilidad sobre el «pelota». No puede suspenderte, esa es su debilidad.

Por tanto, alumnos y profesores están condenados a parecer enemigos por siempre jamás. Qué bobada. Y es eso, una bobada, porque las aulas están llenas de pelotas (todo alumno lo es potencialmente y desarrolla esa potencia a las primera de cambio) y de profesores con preferencias claramente definidas, pero nadie quiere ver y anunciar algo tan natural, tan saludable. A mí me gustaba tratar a todos los que podía como amantes. Además, me dejé querer. Otra rareza.