Antonio Zoido y la Bienal

Soy quizá demasiado crítico con la Bienal, porque suelo serlo con casi todo. Creo que es la influencia de mi madre, que en paz descanse. Ella solía decir mucho esta frase: «Puedo ser lo que sea, menos falsa»

Image
Manuel Bohórquez @BohorquezCas
06 abr 2018 / 22:10 h - Actualizado: 06 abr 2018 / 23:13 h.

Sin ánimo de polémica y haciendo uso de la libertad que siempre he tenido en este periódico, donde llevo la friolera de 34 años –más de la mitad de mi vida–, quiero comentar algunas cosas de la estupenda entrevista que el compañero César Rufino publicó ayer con el director de la Bienal, Antonio Zoido Naranjo, al que por cierto conozco desde que andábamos queriendo cambiar el mundo en PTA (Partido de los Trabajadores de Andalucía), en el que no llegué a militar pero sí a colaborar en lo que me pedían, sobre todo en Palmete, donde viví tantos años, si aquello era vivir. Ya entonces Antonio me parecía un hombre de una gran cultura, aunque no recuerdo que llegáramos a hablar nunca de flamenco. Sí hablamos una vez de encadenarme en el Gobierno Civil de Sevilla en protesta por algo que no recuerdo bien, idea que me quitó de la cabeza porque era menor de edad. «Tú sigue metiendo el hombro en Palmete con Antonio El Menda», me dijo.

Soy quizá demasiado crítico con la Bienal, porque suelo serlo con casi todo. Creo que es la influencia de mi madre, que en paz descanse. Ella solía decir mucho esta frase: «Puedo ser lo que sea, menos falsa». La hago mía. Sé más de la Bienal que de mi vida, porque estuve en su nacimiento. Recuerdo el día que José Luis Ortiz Nuevo apareció por la ya extinta Peña Flamenca Niño Ricardo, en la Alfalfa, donde había una reunión de peñas flamencas y yo era entonces presidente de la Peña Antonio Chacón, que estaba en la barriada sevillana de Padre Pío, en Palmete. El Poeta quería apoyo de las peñas para crear un gran concurso de flamenco en Sevilla, pensando quizá en la importancia que tenía en esos tiempos el Nacional de Córdoba. Sevilla tenía solo las peñas, los tablaos y los festivales de los pueblos y necesitaba algo nuevo para empezar a tener un protagonismo que había perdido hacía muchas décadas. El protagonismo que tuvo en el siglo XIX, cuando Silverio Franconetti y Manuel Ojeda El Burrero revolucionaron el género con sus cafés, como antes que ellos lo hicieron Manuel y Miguel de la Barrera con sus academias de baile, que ahí empezó todo y no en las fraguas de Triana o en las cuevas de Alcalá de Guadaíra.

Dice Antonio Zoido en la citada entrevista: «Antes de que la Bienal llegara, el flamenco era algo que tenía dos sillas, una para el cantaor y otra para el guitarrista». Esto no es cierto. Ya en siglo XIX existían las compañías de flamenco que iban por todo el país y hasta al extranjero, como eran las de los sevillanos Calzadilla y Silverio, entre otros. Y dos sevillanas, Petra Cámara y Manuela Perea La Nena, las eminentes boleras –la Bienal debería de tener un recuerdo para ellas alguna vez–, habían revolucionado la danza en Europa con el baile sevillano de la época, la escuela bolera, cuando aún no existía el baile flamenco tal y como lo conocemos en la actualidad. Y podríamos hablar de la labor que hicieron por el mundo, con algo más de dos sillas, La Argentinita y su hermana Pilar, Carmen Amaya, Laura Santelmo, Antonio Gades, Mario Maya, Curro Vélez, Antonio Ruiz Soler, Marchena, Juan Valderrama, Ramón Montoya, Sabicas, Paco de Lucía o Manolo Sanlúcar, todo esto antes de que naciera la Bienal.

Es verdad que la cita sevillana sirvió para poner a los artistas y productores a trabajar y a crear, porque se habían acomodado con los festivales y las peñas, esperando siempre la llamada de Pulpón o del alcalde de algún pueblo. Y eso no se puede negar. Si hay un evento importante en Sevilla, desde el punto de vista cultural, es la Bienal de Flamenco, una cita que va a cumplir pronto cuarenta años, que se dice pronto. Y que, en efecto, como dice Zoido, es el espejo en el que se han mirado otros festivales tanto nacionales como internacionales. Pero, ¿goza de salud el festival de los festivales flamencos? Según su director actual, sí, porque el Niño de Elche lleva muchas entradas vendidas para la presentación de su Antología del Cante Heterodoxo, nada menos que en el Lope de Vega: «Hay quien dice que hace flamenco heterodoxo, pero el Niño de Elche canta bien. Me parece un poco trasnochado lo de comecuras que tiene algunas veces, que son temas que pertenecen más al siglo XIX que al XXI. Pero bueno, debe estar en la Bienal. De hecho, en el espacio donde actúa él, que es el Lope de Vega, creo que es quien lleva más entradas vendidas».

Si vende entradas, sirve para la Bienal, parece querer decir Antonio Zoido con estas palabras. Este es uno de los problemas de nuestro festival, el de querer vender entradas a toda costa, llenar teatros y corrales. Claro que el Niño de Elche «debe estar en la Bienal», aunque sea en realidad un cantaor mediocre que está alcanzando el éxito burlándose del flamenco tradicional. El Niño de Elche y todo el que huela un poco a flamenquito, ¿no? Con un poco de suerte, a lo mejor se vuelve a bajar los pantalones y lo sacan a hombros sus seguidores. Esto no es presentable, por muchas entradas que pueda vender este cantante con pretensiones flamencas. También dice Zoido, que «el flamenco existe porque existe el aficionado». Claro, que es el que paga. Y la mejor manera de cuidar a los aficionados de Sevilla y a los que vienen a disfrutar del flamenco, es darles gato por liebre, como viene haciendo la Bienal desde hace años: vender un flamenco comercial, teatralizado, con artistas de moda sean o no de calidad, que parece que son fijos en la casa.

Si la Bienal sigue estando ahí es porque el flamenco tiene una fuerza natural tan importante que pones a un cantaor solo en un escenario, en un cenital de luz, canta unos martinetes a palo seco y se paran los relojes en todo el mundo. Eso es lo que salva a todas las bienales, el artista de calidad, genuino y puro, que, curiosamente, está viendo cómo lo sustituyen por músicos de tres al cuarto o caricatos metidos a maestros del cante, aunque sea heterodoxo. El que viene de fuera no lo hace para que le den raciones y raciones de algo que ya tienen en sus países de origen, sino para disfrutar de lo que no tienen: esa autenticidad de unos pocos artistas que conservan celosamente un arte siempre amenazado por pretendidos revolucionarios que al final no revolucionan nada.