Haití sufre desde hace más de un año una inquietante crisis institucional que se agudizó en el último trimestre del pasado año, siendo el escenario cotidianamente de multitudinarias e incesantes manifestaciones que reclamaban con insistencia y vehemencia la renuncia del presidente Jovenel Moïse. Estos disturbios se han cobrado ya la vida de decenas de personas. La escasez de productos de primera necesidad, acompañada de la carestía de la vida, la miseria endémica, la precariedad energética, el escándalo Petro Caribe originado por la malversación de millones de dólares por parte de los dirigentes, un pueblo desesperado, tomado como rehén y cansado de ser engañado, una economía en manos de una burguesía mafiosa y depredadora, son el origen de esta crisis sin precedentes.
El gobierno de Moïse se muestra asombrosamente incompetente para encarar y menos aún solucionar los problemas más acuciantes a los que se enfrenta. Su insolvencia y su impopularidad son manifiestas, pero su soberbia y despiadada ambición no le permiten desistir en seguir destrozando las frágiles infraestructuras del país. ¡Cuánto es el sufrimiento del pueblo, cuánta es su frustración que expresa con rabia y una ira colectiva, arrastrando a su paso todo lo que simboliza el Establishment!
Sin embargo, esta desastrosa situación socio- política se desarrolla ante la indiferencia, la pasividad, y peor aún con la vergonzosa complicidad de la comunidad internacional. Actitud que contrasta de forma chocante y sospechosa con la adoptada por “La Tridental” formada por los tradicionalmente países donantes de Haití, es decir Estados Unidos, Canadá y Francia frente a los acontecimientos que están ocurriendo en Venezuela y Nicaragua, por ejemplo, imponiendo severas sanciones económicas a estos dos países, pero contribuyendo a la vez, pavorosamente, al mantenimiento en el poder de Moïse, un presidente denostado y repudiado por una amplia mayoría de su pueblo.
Ante estas múltiples movilizaciones, el gobierno haitiano puso en marcha su maquinaria de represión infringiendo sin contemplaciones los más elementales derechos humanos , lo que elevó de manera creciente el número de heridos y muertos. Un caso digno de mencionar es el asesinato el día 11 de octubre pasado de Néhémie Joseph, periodista de la emisora Tropik FM muy crítico con el gobierno. “Como sucedió en octubre y noviembre del año 2018, en los momentos de alza de la movilización, el crimen organizado directamente ligado al poder político es estimulado para sembrar terror en la población y obstaculizar el desarrollo de las protestas”, asevera el sociólogo Lautaro Rivara. La existencia de bandas armadas organizadas con intereses próximos o afines al poder, o enfrentados a él no hace presagiar a corto plazo un futuro prometedor.
Pero, pese al deterioro vertiginosamente progresivo de la situación, el presidente Moïse, sucesor del procaz cantante Michel Martelly, ha reiterado en sus intervenciones su negativa a dimitir. ¿Es ético, es moral que un gobernante se aferre al sillón esgrimiendo como único argumento que ha sido democráticamente elegido, menospreciando el número y las dimensiones de las desgracias físicas y humanas registradas? ¿Es legítimo obedecer a la moral consistente en que el máximo representante del pueblo haga oídos sordos al clamor popular, reprimiendo a sangre y fuego al pueblo que le aupó hace tres años al poder, pero que reclama ahora con insistencia su dimisión? No soy politólogo, pero en mi humilde opinión, honradamente creo que no. La Iglesia Católica, intelectuales de prestigio, movimientos estudiantiles, asociaciones de profesionales, sindicatos de maestros se han pronunciado vigorosamente en su contra.
Mientras abundan en los principales medios de comunicación del mundo informaciones continuas y precisas sobre los hechos que están aconteciendo en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, Haití no goza, sin embargo, de ninguna cobertura mediática. Es curioso que parece existir un consenso tácito e interesado, un deseo deliberado de encubrir la caótica situación que vive el país, mejor dicho, una campaña de ocultamiento de la dura realidad de la nación caribeña o una especie de conjura para silenciar su calamitosa condición, y habría que preguntarse por los motivos. ¿Por qué esta manifiesta indiferencia?? ¿Por qué este insolente desprecio de la comunidad internacional? Aquí no resulta descabellado establecer, apartando las diferencias, pero recalcando las similitudes, un paralelismo entre el contexto actual y el vivido en 1804 tras la proclamación de la independencia de Haití de Francia, posterior a la gesta de los esclavos venciendo al potente ejército de Napoleón.
Tras la declaración de independencia , el país sufrió un ostracismo por parte de las potencias colonialistas de aquella época (Francia, Inglaterra, España y Portugal), temiendo ellas que su revolución pudiera ser contagiada o exportada a las demás colonias del continente , y por lo tanto hubo un calculado y férreo silencio impuesto para que la noticia no trascendiera más allá de sus límites territoriales, entrabando así su andadura como nación, obstruyendo su desarrollo y asfixiándola económicamente. Prueba de ello, es que Francia le impuso una cuantiosa y humillante deuda de 150 millones de francos oro para reconocer su independencia y así pode restaurar, si fuera posible, el sistema esclavista. En el caso que nos ocupa, perpetuar el oscurantismo, el secular sistema de explotación. y la dominación neocolonial.
En ambos marcos, el objetivo es coincidente y los medios justifican el fin: sabotear el deseo de emancipación de un pueblo que quiere gozar de una independencia real y plena que le permita vivir de manera digna y poder decidir su futuro, presentar Haití que fue otrora el símbolo de una revolución antiesclavista como el modelo de fracaso de país, de caos de un estado negro, aminorar y manchar la hazaña protagonizada por los harapientos e incultos esclavos negros. Como si los haitianos fuesen incapaces de construir un estado organizado, una sociedad estructurada, moderna, dotada de un sistema de legislación acorde a su idiosincrasia y que le permita gobernarse y administrarse de forma autónoma, o que Haití fuera predestinado al fracaso. Sería hacer una prueba de miopía intelectual si no pusiéramos el acento sobre la culpa interna, es decir, la bochornosa connivencia de la mayor parte de los dirigentes haitianos con algunas potencias extranjeras para mantener el estatus quo y seguir recíprocamente destripando el país.
Estados Unidos y Francia , los principales financiadores de Haití, pese a los principios de libertad e igualdad que enarbolan o preconizan, no experimentan ningún pudor en alinearse al lado de apestadas dictaduras, tales como las de Teodoro Obiang Nguema en Guinea Ecuatorial y de Arabia Saudi, ni sentimientos de malestar, contribuyendo al derrocamiento de algunos jefes de Estado que luchan para la emancipación y dignidad de sus pueblos. Hay una larga lista de países de América Latina y de África cuyas historias fueron truncadas mediante golpes de Estado claramente apoyados por estas dos potencias, y la interrupción brusca de las presidencias de algunos de sus dirigentes al precio de sus vidas. Podemos hablar de los sonoros ejemplos de Jacobo Arbenz en Guatemala, de Patrice Émery Lumumba de la República Democrática del Congo (ex- Congo belga) que fue fusilado, de Juan Bosch en la República Dominicana, de Salvador Allende en Chile y de Aristide en Haití que fueron incontestablemente derrocados con el beneplácito de los Estados Unidos y los de Sylvanus Olympio en Togo, de François Tombalbaye en Chad, de Thomas Sankara en Burkina Faso salvajemente derribados con la aprobación de Francia y asesinados. Todos estos estadistas fueron víctimas de las injerencias externas en los asuntos de sus diferentes estados por querer librarse de la abyecta tutela de Estados Unidos o del infame neocolonialismo francés.
Escribo estas líneas desde mi condición de haitiano de nacimiento, profundamente consternado y preocupado por la deriva que está tomando la situación en Haití, dado el hecho de que hay muchos actores, la gran mayoría de ellos oportunistas de distinto pelaje, que quieren ejercer un papel, pero que por su aparición embarran aún más la delicada situación con la única finalidad de beneficiarse de la coyuntura. Independiente desde el año 1804, mi país se muere en medio de tantas convulsiones y necesita que le insuflen un aire nuevo y fresco, y no quiero dejarme llevar por el fatalismo. Pese a la afirmación del periodista Vicente Romero de que “Haití se va empobreciendo cada año y la miseria se extiende y profundiza aún más”, sigo abrigando en mí el profundo deseo de que salga por fin de este hoyo y camine hacia un mañana de esperanza.
* El Dr. Alix Coicou es médico- psiquiatra.