Es el aire que ha tomado el Congreso de los Diputados en los últimos tiempos: una mera asamblea de facultad en la que se formulan propuestas descabelladas y se juega a gobernar sin recordar que la vida cotidiana de millones de españolitos depende de sus ocurrencias y componendas. Todos hemos contemplado a algunos de los que hoy se asoman a la actualidad diaria apuntando maneras en sus tiempos estudiantiles. Pero la mayoría siguen metidos en ese primer hervor. Sólo así se explica esta política de eslóganes, frases vacías y meras poses huecas que han convertido el noble ejercicio de la gobernanza en un teatro de vanidades y ambiciones que nada tiene que ver con el espíritu de esa transición que algunos quieren encerrar bajo siete llaves.
Las camisetas, el estúpido desaliño indumentario, la ausencia de corbatas o la más absoluta falta de etiqueta sólo son un insulto a las personas que un día les votaron pero, sobre todo, a lo que representa la cámara que ocupan. El espectáculo es tan lamentable como desesperanzador: la falta de discurso, la más elemental ausencia de valores, de criterio o valía personal -más allá de las consignas machaconas de cada partido- sólo son una invitación a la melancolía. ¿En qué manos estamos los españoles? La respuesta sólo conduce en una dirección: es el tiempo de los peores, de los que han encontrado en el caldo corrompido de la política española el mejor trampolín para acceder a una vida a la que, difícilmente, llegarían por el camino del esfuerzo o la excelencia. No conviene generalizar, es verdad, pero es que el panorama es tan desalentador que sólo invita a apagar la televisión cuando sus señorías se cruzan sus genialidades y reproches desde el estrado. Las palabritas del señor Sánchez a cierto preso con acta de diputado son el mejor resumen de todo: “No tienes que preocuparte”. Para echarse a temblar.