“Quiero decir también, porque creo que nunca lo he dicho, que estoy orgulloso de la sangre gitana que llevo, porque a mi padre se la dio su madre”, dijo él con el corazón en la boca, y eso que aún no había comenzado a taconear. La nostalgia agolpada junto a aquel mismo brocal en el que había empezado a bailar con seis años, casi medio siglo antes, era mucho más agotadora que la danza de luego. “Estoy orgulloso de la sangre gitana que llevo”, había dicho con lágrimas en los ojos, y solo su padre, un anciano al que los demás creíamos recluido tras la edad, los gruesos cristales de sus gafas, el bastón, comenzó a aplaudir con esa alegre rabia encendida que solo puede despertar el orgullo de eslabón bien atado de generación en generación, de haber nacido de una gitana de otra época y haber sido el padre del mejor bailaor que ha dado Los Palacios y Villafranca en todos los tiempos: El Mistela, un profesional que ha llevado el dulzor de su tierra por medio mundo, después de haber aprendido de los mejores: Farruco, Mario Maya o Salvador Távora, como él se encargó de recordar, agradecido.
“Y sé que me querrás siempre, siempre, papá, aunque no sepas quién soy”, le dijo luego, y solo entonces caímos en la cuenta, quienes no lo sabíamos, de que su padre era presa de esa extendida enfermedad del olvido. El descubrimiento fue un momento mágico porque todo el público pensó lo mismo, en cómo había podido entonces aquel hombre vencido por la edad aplaudir el primero, tan fogosamente, cuando su hijo le recordó a su mamá. Está claro que hay una memoria de la sangre al margen de la organización cerebral que una enfermedad pueda destruir, una memoria de la casta inoculada en los tuétanos que responde siempre, siempre, eternamente, al estímulo del amor.
El Mistela siguió anoche en su pueblo el hilo de Ariadna que lo condujo al mismo Pozo de las Penas del que había salido, probablemente la peña flamenca más antigua del mundo, y se encontró intacta la memoria fundamental de quien lo trajo a este mundo, a pesar de los éxitos y a pesar de los pesares. Y ese fue el mayor milagro de una noche con tanto arte.