Viéndolas venir

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Álvaro Romero @aromerobernal1
18 may 2020 / 07:37 h - Actualizado: 18 may 2020 / 07:40 h.
"Viéndolas venir"
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Ahora nadie es nadie si no tiene su avatar. Avatares tenemos todos, porque la vida es más ancha que larga, pero me refiero a avatar, en singular, ese muñequito que retrata a cada cual en su versión más simpática y que ahora, supongo que por aburrimiento en este confinamiento que no termina, está inundando las redes sociales.

Todo es una metáfora, una enorme, terrible, creciente metáfora, porque ni las redes son redes de verdad -sirven más para atraparte que para que tú atrapes nada- ni el adjetivo social es tan de veras, pues por ahí te encuentras a más de un insociable que, por cierto, suele ponerse gallito y luego, si lo ves de verdad, tira de avatar para que no lo reconozcas. El avatar es otra metáfora. Sin salir de casa, sin tocar a nadie, sin hablar cara a cara, todo tiende a ser metafórico, una suposición, una imaginación, un significante guay cuyos significados se dejan siempre para más adelante.

Pasada la era del correo electrónico y a punto de mandar a freír espárragos tantos grupos de whatsapp como nos saturan las comidas en familia, el teletrabajo está ayudando quizá a desdoblarnos entre nuestro yo y nuestro avatar. En un futuro no muy lejano, tal vez mandemos a nuestros avatares a discutir cosas del trabajo. No lo hable conmigo, diremos. Le mando a mi avatar. Lo mismo digo, nos dirán. Y allá ellos que se las entiendan, como los abogados, pero con apariencia de dibujos animados. Tienen pinta de ser mucho más razonables, modernos, abiertos y empáticos que nosotros. En el cine, ninguna película se ha puesto tanto las botas como precisamente Avatar, de James Cameron. O sea, que futuro no le falta al avatar. En breve no habrá político que no tenga su avatar. Tiempo al tiempo. Total, una careta más.

Fíjense que la palabra y el concepto de avatar tienen su historia larga. Procedente nada menos que del sánscrito (avatâra), a nuestra lengua nos llegó por el francés, saltándose el latín a piola. Ya desde antiguo significaba “descenso o reencarnación de algún dios”, o sea, que esta reencarnación o transformación del muñequito avatar que ofrece la mejor versión de quienes probablemente fuimos en otra vida no deja de tener su sentido.

Y a lo mejor el sentido que nos espera cuando todo este encierro acabe es que terminaremos realmente cambiados, transformados, reencarnados, o sea, que no nos conocerá ni la madre que nos parió. Y lo mismo tenemos que acostumbrarnos a entablar relaciones con los avatares porque no conozcamos a sus versiones primitivas. Yo lo digo absolutamente en serio: entre el largo confinamiento que nos afecta a la memoria, la vista que se desacostumbra y esos avatares que veo que todo el mundo se hace, no me podrán reprochar que no salude ni a los conocidos cuando, dentro de unos días, o de unos meses, quién sabe, los vea por la calle con la mascarilla, que ya es obligatoria.