Bécquer no tiene suerte

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22 dic 2020 / 04:00 h - Actualizado: 22 dic 2020 / 04:00 h.
"Gustavo Adolfo Bécquer"
  • Bécquer no tiene suerte

El 22 de diciembre de 1870, en una casa de la calle Claudio Coello, ubicada en el madrileño barrio de Salamanca, fallecía Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, la figura real que se esconde tras el mito Bécquer. Un hombre cuya biografía está repleta de luces y sombras, y que, a poco de cumplir su primer lustro de vida, comenzó a sufrir una maldición que aún va aparejada a su nombre.

Y es que el Bécquer de carne hueso, aquel a quien Rafal Montesinos definió como un «niño grande y nunca escarmentado de tanta realidad como intenta rodearle», jamás tuvo suerte. Y eso que la persiguió con ahínco, desde los mediodías sevillanos en San Lorenzo a las noches toledanas en San Clemente, pasando por las tardes sorianas frente a San Saturio.

Para empezar, quedó huérfano de padre antes de aprender a leer. Un golpe inesperado que se tornaría aún más trágico cuando su madre, que había dado luz a ocho varones, cerrase los ojos seis años después. Y cuando parecía que el pequeño Gustavo comenzaba a levantar cabeza —a los quince días del postrero entierro sacó un sobresaliente en primeras letras—, un nuevo mazazo vino a sacudir su vida: la Escuela de Mareantes de San Telmo, donde estudiaban los hijos de las familias importantes venidas a menos, lo despachó por cierre. La causa esgrimida fue una Real Orden de Isabel II que suprimía dicho centro para reconvertirlo en palacio —tiempo después acogería a los duques de Montpensier—.

Y si hablamos de amores, peor no le pudo ir. A su enamorada prepúber, la «joven de la calle Santa Clara» que reveló Santiago Montoto a raíz del descubrimiento de un libro de cuentas que Bécquer utilizó como diario, la arrancaron de su lado el año de la inauguración del puente de Triana. A la novia oficial, Julia Cabrera, la dejó atrás al marchar a Madrid con dieciocho años. Y la musa Espín —tercera Julia de su vida junto a su sobrina y ahijada— no sólo le dio calabazas, sino que dijo de él que era «un hombre sucio», pese a dedicarle dibujos y rimas.

A esto hemos de sumar el repertorio de enfermedades que minaron su cuerpo antes de cumplir los veinticinco —desde las pulmonares a las venéreas—, las largas noches sin dormir, la afición al café y el tabaco, o las correrías compartidas con Valeriano, que le fueron debilitando «golpe a golpe, verso a verso», que diría Serrat.

En definitiva, cuando Casta Esteban, aquella soriana con la que «lo casaron», según Julio Nombela, le fue infiel y se quedó preñada de El Rubio —apodo de Hilarión Borobia, un bandolero de Noviercas—, su mundo interior, el cual anticipó el Simbolismo, ya estaba aniquilado por completo. De nada sirvieron sus retiros monacales, sus etapas de benignidad económica o el apoyo de prohombres de la política.

Y ni siquiera entonces cesó su mala fortuna, pues una vez fallecido —a los treinta y cuatro años y en una cama prestada— hubieron de ser sus amigos quienes publicasen sus reelaborados poemas —el manuscrito original de las Rimas se había quemado en la Revolución de 1868—.

También costó horrores trasladar sus restos a su tierra, y cuando por fin se consiguió (gracias al empeño de José Gestoso y los hermanos Álvarez Quintero), caía tanta agua sobre Sevilla que se vieron obligados a improvisar una capilla ardiente en Plaza de Armas. ¡Menudo malfario!

Por eso, cuando en enero de 2020 comenzaron los fastos en torno al sesquicentenario de su fallecimiento, becquerianistas como Rogelio Reyes, Marta Palenque, Pilar Alcalá o un servidor, nos echamos a temblar imaginando de qué modo se revelaría la maldición esta vez —no hace falta explicar lo que vino después—.

Y es que, definitivamente, Bécquer no tiene suerte.