Tal día como hoy, un 17 de febrero, pero de 1836, nacía en Sevilla un poeta que, sin publicar un poemario como hubiera soñado en toda su vida, no solo se exprimió trabajando en todas las demás artes durante sus 34 años en este mundo, sino que terminó inaugurando, sin él saberlo, la poesía española contemporánea. Se llamaba Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, aunque tomara prestado el apellido de un antepasado pintor. Entre otras cosas, también él fue pintor, y dibujante, y casi músico, o al menos muy aficionado, desde la ópera al flamenco, y dramaturgo, y crítico teatral, y fiscal de novelas, y periodista, que fue de lo que vivió durante su breve vida de saltos de unas cabeceras a otras, de unos proyectos a otros, de unas redacciones mustias a otras que inauguró él, para cerrarlas semanas o meses después... en una carrera vertiginosa como vertiginosa fue su vida, no solo la amorosa, que también, sino la profesional y la soñada; como vertiginosa había de ser la historia de nuestro país en aquel siglo decimonónico en el que España empezó a configurarse como es hoy, con sus provincias y sus desvelos.

Aquel mismo año en que nacía Bécquer, 1836, nació también mi pueblo, Los Palacios y Villafranca, que hasta entonces habían sido dos: Villafranca de la Marisma, una villa efectivamente franca dependiente de Sevilla hasta que la adquirieron sus propios aldeanos, y Los Palacios, un pueblo que apenas si tuvo un solo palacio desde los tiempos remotos de sus dueños, los Duques de Arcos. En 1836, solo meses después de que naciera Bécquer, los dos pueblos se unieron para siempre para conformar uno solo, que fue donde nació ya a comienzos del siglo XX otro poeta en la estela de Bécquer y de su oficio de escritor de periódicos: Joaquín Romero Murube.

El próximo 22 de diciembre se cumplirán 150 años de la muerte de Bécquer, a quien en 1870 le tocó una lotería fatídica en forma de tuberculosis. Y ahora que estamos celebrando aún el 50º aniversario de la muerte de Romero Murube se me ocurre que ambos, Gustavo y Joaquín, con suertes tan distintas y con sendas muertes separadas por un siglo, tuvieron el acierto de hacer poesía incluso sin tomar la pluma. Precisamente ese fue el gran hallazgo teórico del autor de las Rimas: que la poesía está siempre en el aire, máxime en una ciudad como Sevilla, adonde vuelven recurrentemente las oscuras golondrinas; donde por una mirada, un mundo; donde todo sigue siempre tan lejos y en la mano, donde los cielos que perdimos se recuperan, en prosa o en verso, a través de un pueblo que solo la literatura puede convertir mágicamente en lejano.