Si no estuviéramos donde estamos, el título de esta columna me llevaría a divagar sobre su género: si botellona o botellón. Pero ya se habrán dado cuenta de que cuando lo esencial aprieta a nadie se le ocurre hablar de infectados e infectadas, por ejemplo. De modo que voy al grano: ¿Los centenares de anormales que cada fin de semana tiene que disolver la Policía por una botellona viven una realidad paralela o es que son los hijos mayores de quienes no renuncian a celebrar como siempre los cumples de sus chicos?
La pregunta parece una gracieta, pero no lo es. Tal vez una interrogación retórica, pero tampoco es seguro, porque aquí ya nada es seguro y la realidad cambia cada doce horas aproximadamente. Pero el caso es que rara es la ciudad donde cada fin de semana no tienen los agentes de la autoridad que disolver a grupos de jóvenes y no tan jóvenes como aterrizados de otra galaxia que se lo pasan en grande bebiendo en plena calle y en medio de la madrugada, o de tardeá, seguramente porque creen que en tales parajes y a tales horas el bicho anda durmiendo, o quizá porque siguen esa máxima antigua de los ladrones: lo malo no es robar, sino que te pillen.
Con la que está cayendo, y la que queda por caer, lo cierto es que hay un porcentaje sustancial de la población que se toma lo del COVID como otros se tomaban las multas por no llevar el cinturón de seguridad. Yo conocí a bastante gente que se ponía el casquito si veía aparecer a un poli y luego se lo quitaba inmediatamente, o que se ajustaba el cinturón al pulgar y lo bajaba hasta el muslo para luego dejarlo recogerse al pasar el control, como si todo aquello de la seguridad fuera meramente un asunto recaudatorio que nada tuviera que ver con la mortalidad. Ahora parece igual, y no solo entre la loca juventud, sino entre gente que no es tan joven que no ha entendido aún que la alegría de los cumpleaños no radica en reunir a todos los amigos, sino en el gozo futuro de que puedan seguir reuniéndose cuando todo esto pase.