El 13 de junio pasado me recordó el aniversario del nacimiento de mi madre. Nació en Puerto Príncipe, la capital de Haití, bajo el signo zodiacal de Géminis, solía repetir ella, y una buena parte de su vida se desarrolló allí. Hasta su jubilación anticipada, motivada por las distintas dolencias que le aquejaban, desempeñó su cometido de maestra infantil en uno de los colegios estatales capitalinos, donde enseñó a muchos niños de ambos sexos a leer, a escribir y a sumar. Me acuerdo cuando llevaba a casa para corregir los deberes que daba a los escolares y hacía su trabajo con conciencia y un gran sentido de la responsabilidad, teniendo siempre presente el papel fundamental que ocupaba en la formación de las generaciones venideras.
Devota de San Antonio, con seguridad por la fecha de su nacimiento, era una mujer eminentemente sensible, derrochaba simpatía y cariño y a veces se mostraba condescendiente con su entorno. Lloró de forma desconsolada, me comentó mi hermana, cuando falleció en trágicas circunstancias, el 14 de septiembre del año 1982, Grace Kelly, la bella y famosa actriz de cine estadounidense, esposa del príncipe Raniero, porque “era una mujer de mi tiempo y una de mis actrices favoritas”, apostilló. También la defunción de su madre le afectó enormemente y tardó años en recomponerse. La idea de la muerte le aterraba y se formulaba muchas preguntas sobre esta cuestión. De aspecto grueso en los últimos años de su vida, originado mayormente por los múltiples fármacos que le fueron prescritos, en especial los corticoides por la artritis reumatoide, mi madre tenía también una buena boca y era una experimentada cocinera que se recreaba en el arte culinario, evidenciado a través de los platos de la gastronomía haitiana que nos ofrecía con su habitual amabilidad, aliada a su particular gracejo, y no escatimaba nunca preguntarnos, a la hora de almorzar, si nos gustaba el menú del día.
Tercer miembro de una fratría de seis hijos, tres hermanas y dos del sexo masculino, era el nexo de unión de la familia y le gustaba rodearse de amistades, e incluso era amiga de mis mejores camaradas que venían a casa y que ella atendía con esmero.
Mi madre murió un 2 de junio, once días antes de cumplir 69 años, y pese a los lustros transcurridos, su memoria e imagen están muy vivas en mí. Uno de los recuerdos imborrables que tengo de ella es la entrañable conversación que tuvimos el martes 30 de mayo, tres días antes de su fallecimiento, estando yo en Sevilla y ella en Nueva York, donde vivía con mi padre y el matrimonio formado por mi hermana, 17 meses menor que yo, su marido y la hija de ambos. Víctima de una embolia pulmonar, su vida se extinguió dejando un profundo vacío en la familia; fue un punto de inflexión en nuestras vidas, un espacio que no llego todavía a rellenar, confieso. Algunos días después de su pérdida, en más de una ocasión, el sonido del teléfono me causaba una extraña sensación, como si estuviera inconscientemente esperando una llamada procedente de ella. En mis viajes a los Estados Unidos, siento la necesidad de acudir muy a menudo al cementerio “The Evergreens” de Brooklyn (Nueva York) a fin de recogerme ante la tumba donde descansan los dos, ella y mi padre; algo que me genera una inmensa tranquilidad interior.
Mamá, sabía que te quería mucho, pero desde el día que me anunciaron tu muerte, supe exactamente cuánto te iba a echar de menos.
No dejaré nunca de hacer referencia a ella quien, junto con mi padre, un hombre disciplinado y de una gran estatura moral, procuraron hacer de mí lo que soy en la actualidad. Mi eterno profundo respeto y admiración a ambos.
Alix Coicou es médico-psiquiatra.