Querida mamá:
Otra vez estoy contigo en el geriátrico. Mientras que salimos a dar un paseo con la silla de ruedas, te voy a contar cosas sobre la residencia. Sí, saldremos a dar un paseíto, si el tiempo lo permite, por el pueblo, y me dirás que no sabes dónde estás o por qué caminos vamos andando. No te preocupes, confía en mí que no nos perderemos. Como casi siempre, terminaremos en la cafetería que ya nos conocen y te compraré un zumo de melocotón y un pastel. O si hace mucho calor, ese bombón que tanto te gusta. Vale, no entenderás que yo me tome una menta poleo o que, a sabiendas de que no te gustan las infusiones, te engañaré y te daré a probar una cucharadita para ver tu mueca de desagrado en tu boca, y así reírme un rato. Ya lo sé, no te gusta que haga filigranas con la silla de ruedas contigo sentada. Pero así ahogo mi tristeza con risas, y con otras bromas, para hacer estos escasos momentos que estoy contigo más llevaderos.
Bueno volviendo a lo que te decía, te voy a contar recuerdos sobre la residencia. Cuando estamos en el salón con el resto de los residentes, sé que algunas cosas que hago con algunas compañeras tuyas no te gustan. Dolores, esa anciana en ruedas que está al lado tuya, sí la que no tiene ningún diente. Pues bien, me cuenta a menudo la desazón que tiene con algunos hijos suyos que no van a visitarla. Me refiere que ella sabe lo que pasa con una de sus nueras. Hoy alguna compañera que no estaba muy bien de la cabeza se ha peleado con ella. Pero me dice que ella tiene muchos cojones y que con ella no pueden. Cuando estamos los tres juntos -Dolores, tú y yo- me gusta hacerle reír tocándote tu barriga y haciéndole creer que estás embarazada. Me llevo el oído hasta tu vientre y le digo que son trillizos, que te han llevado a monitores y que no estás todavía de parto. Sí, lo sé, cualquier día le va a dar algo con el lote de reír que se pega. No para, y cualquier día me van a reñir. Esto que te digo lo repito cada vez que estamos los tres juntos, porque Dolores se acuerda una y otra vez cada vez que me ve cruzar por el salón.
Siguiendo con Dolores. Hubo una vez que no entendiste porqué hicimos cola delante del despacho, muchas compañeras igual que tú en su silla de ruedas. Pues bien, como no me dejan probar la comida que os dan, me comentó Dolores que la comida era malísima. Harto de escuchar esto en boca de ella y otras compañeras tuyas, convine con Dolores hacer ese mismo día una “manifestación” delante del despacho del médico. Imagínate la cara del director, desconcertado cuando vio la hilera de sillas de ruedas y todas gritando que la comida era mala. Cada vez que recuerdo aquel suceso, me viene a la cabeza una canción de un grupo de Sevilla de los 80 -Los Picapiedra- que se llamaba Rebelión en el Asilo.
Hablando de otra compañera, mamá: Manoli. Sí, sé que te vuelve a molestar. Ya, no te gusta que Manoli me dé tantos besos cuando nos ve llegar a mi hermana y a mí. Ella nos considera hijos suyos. Es broma, mamá. Manoli me cuenta, a menudo cómo estás de ánimo, si estás llorona o no. Debes saber, mamá, que Manoli es mayor que tú y que es autónoma. Su marido también estaba con ella ingresada, pero murió. Sale sola a darse un paseíto por el pueblo (sí, como aquella viejecita de la residencia que también veíamos con un abrigo de visón), y pasa algún fin de semana en la casa de su hija.
Hay otros días que sé que te has peleado con alguna compañera. Sí, con la Pepa que es mucho más grande que tú. La que dice muchas palabrotas. Me dices que no te gustó una cosa que dijo, ella te dijo una barbaridad y terminaste con las manos. Y algo parecido con Manolita Chen. ¿Te acuerdas de quién era?. ¿Esa mujer del Teatro Chino, que tú y Papá ibais a ver cuando venía a la feria? Por lo que yo he visto en las fotos, estaba desconocida. Apenas hablaba, fumaba mucho en su silla de ruedas. Y cuando te acercabas y le comentabas su pasado como artista, apenas se le veía un gesto en la cara.
Ostras, lo que se me viene a la cabeza mamá. ¿Te acuerdas de Maribel? Sí, tu primera compañera de habitación. La que se ponía a fumar y ver la televisión mientras que tú intentabas dormir por la noche. Al final tuvimos que cambiarte de habitación para que pudieses dormir.
Maribel estaba enamoradita de Manuel. Le decíamos el “picha brava” de la residencia. Tenía loca también a la Matilde (la de los labios siempre mal pintados de rojo, y siempre pidiendo fuego para fumar). Pues bien, te acordarás de que una tarde fuimos a una cafetería del pueblo: Maribel, en su sillita de ruedas, tú con el andador, y yo. Cómo nos reíamos cuando ella se puso celosa porque Manuel se puso a hablar con una camarera. Y de vuelta, yo tuve que hacerme cargo de vosotras dos (ella con la silla de ruedas y tú con el andador) mientras Manuel nos seguía y Maribel, gritaba que ya no quería saber nada de él.
Bueno, me has contado muchas cosas de que no te gusta la residencia. La principal, que no quieres estar en ella. Con mucha impotencia te decía que no tenía otra solución con tu estado de salud y los cuidados que necesitabas (después de lo del ictus). Me decías que las auxiliares te hacían “nuditos” en el camisón por la noche (al parecer era para que no te quitaras los pañales). Me decías que aquella auxiliar tardaba mucho a incorporarte del retrete. Otras veces, llorando, me decías que no querías estar más allí porque te habían metido en un cuarto con otras residentes (al parecer te habías puesto muy nerviosa y no podían controlarte).
¿Y si hablamos de la otra “fauna” de la residencia mamá?: María, la señora que estaba siempre coloreando plantillas infantiles y que siempre ganaba al dominó; Pepe, aquel señor que le faltaba un dedo en la mano y que tenía mucha fuerza con el resto (me agarraba del brazo y no me dejaba escapar); Luisa y otras residentes que se sentaban a la entrada de sus habitaciones, dando al pasillo, y que yo les decía que estaban esperando el autobús; aquel señor valenciano, bonachón, que se tocaba los genitales, y tú decías que te estaba provocando; aquél matrimonio tomando siempre el sol a la entrada de la Residencia; de aquella señora, que según el día, se llamaba Marina Cristina o Cristina Marina...
¿Y si hablamos de porqué me empeñaba en buscarte compañía o presentarte a todas las residentes que estaban medio cuerdas?
¿Y de las veces que venía el cura a dar misa?
¿Y de las veces que te ponía vídeos de Juanito Valderrama, Antonio Molina o Lola Flores?
¿Y de las veces que, con el coche y contigo dentro, daba vueltas y vueltas en la glorieta donde estaba la estatua de tu adorado Juanito Valderrama? (Chiquillo: ¿ya está, no?)
¿Y de las veces que hemos perdido tu audífono?
¿Y de las veces que no sabías explicarme dónde estaba tu anillo de oro o tu reloj de pulsera?
¿Y si recordamos cómo las auxiliares os llevaban al comedor o de vuelta a vuestras habitaciones, de tres en tres, empujando varias sillas, como si fuerais trenes desbocados?
¿Y del olor a pañales sucios en los contenedores del pasillo?
Bueno ya es hora de volver del paseo, y sigues teniendo entre tus manos el manojo de jazmín que recogí para ti. Todavía conservas la mueca amarga del trocito de naranja ácida que te di, para ver qué cara ponías.
Últimamente no te acuerdas de nada (ni de lo que has hecho o comido hace un rato). No te acuerdas de la última vez que fui a verte: todos con mascarillas, aislados en vuestras habitaciones; de las visitas muy espaciadas en el tiempo; de las mesas separadas; de la ausencia de contactos; de los cuarenta y cinco minutos escasos de visita; de cómo te explicaba en el jardín que no me dejaban verte porque había un virus (“¿Ah, sí?, ¿y eso?”...).
Maldito virus que se te llevó por delante a primera hora del amanecer de un quince de septiembre de 2020, en un hospital, sola, sin poder despedirme de ti, ni siquiera poder besarte ni abrazarte. Ya no te podré hacer el teatrillo de “me voy-no me voy” cuando llegaba la hora de abandonar las visitas.
Odio la residencia, mamá. Pero no a los residentes, porque en ellos, seguro, me queda un trocito de tu alma y de la mía.
Buenas noches, Amelia.