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Cayetana Rivera y de Alba

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08 may 2022 / 04:29 h - Actualizado: 08 may 2022 / 04:29 h.
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  • Cayetana Rivera y de Alba

Resulta imposible encontrar las justas palabras, los términos sabios para definir la realidad de Sevilla, cuyas curvas solo se atisban en sus Fiestas de Primavera, deambular desde las vísperas del gozo, hasta el sábado que despide los farolillos, que este año tiñeron de color verde los ojos de tantos niños soñando las trece rayas.

Occidente solo anhela pasiones y colisiona donde los vocablos son fronteros; y apenas se limita a grabar la realidad en Instagram desde móviles de última generación, relevando las miradas asombradas ante el horizonte. Hemos empezado por jubilar a Jorge Javier y queremos el aquí y ahora de las escenas de las redes sociales instantáneas, sin viento de levante que nos perturbe.

De esta Feria, tan volátil y embriagadora como la manzanilla, (ese vino que nunca fue), quiero quedarme con el momento en que Cayetana Rivera de Alba, se convirtió en la madrina de los enganches.

He aquí que la hija de Fran y Eugenia, ha despertado un abismo en mi memoria transgresora del pasado y que por más que siga sin saberme hacer el nudo de la corbata, me ha traído la arboleda perdida que recorre el laberinto desde el incienso de la calle Alcauceros a la humareda perdida de buñuelos, que precede la interminable decadencia del Puente de Los Remedios.

Dice la leyenda que aquella calle del olíbano y de las abluciones fue la única donde no el cólera no mancilló a sus moradores. Y también que Sevilla sigue perviviendo ajena a cualquier epidemia, y para ello la evocación de los laberintos de la Duquesa de Alba, entre el quiebro y la saeta de la calle Verónica; o de Carmen Ordoñez, en el oasis de palacios y desiertos que circundan Casablanca o Marrakesh, donde la Giralda asoma su triste réplica.

Esa nieta del arte de vivir, que cumple veintidós años, supo –en su discurso entre lágrimas- resumir la esencia de su sevillanía, que es la nuestra; y rememoró aquello que los birmanos califican de fantasma de luz y agua y a lo que denominan “than hlat”...

Los ojos de esa niña nos han devuelto la magia que pareció arrebatarnos la desidia y el transcurrir de las musarañas durante el virus, cuya corte se reabre con el entierro de Amigo Vallejo y en la que empezamos a emerger poetas y bufones.

El tiempo no cura. Lo que sana es lo que haces con él. Vuelve esa Sevilla de tinieblas húmedas y confesionarios de líbido, en cuyo fulgor se alza la Maestranza, el justo ruedo en que su abuelo y su padre se jugaban la vida, ahora que Talavante descubre que su miedo solo crece en Las Ventas.

Retornan los sollozos y las cuentas de los rosarios. Y también, las rayas al amanecer. Pero quiero quedarme con Fran Rivera, esa padre que seguro quiso –y no pudo- envolver las osadas lágrimas de su hija. Curarse es liberarse del pasado y la pena; de las monjas que eran arpías y de las máscaras de la ira. En fin, que el Sur es un desierto que llora mientras canta...