Cernuda y los auriculares de Antonio Muñoz

Image
02 oct 2022 / 05:00 h - Actualizado: 02 oct 2022 / 04:00 h.
  • El alcalde de Sevilla, Antonio Muñoz. / E.P.
    El alcalde de Sevilla, Antonio Muñoz. / E.P.

Amanece en la Alameda, junto a la Casa de las Sirenas, entre contenedores rebosantes de inmundicia tales preservativos deformes.

Por entre ellos, emerge Antonio Muñoz, alcalde interino impuesto por Juan Espadas a Pedro Sánchez. Corre sorteando latas arrugadas y litronas, restos de un mar imposible de luces –aún hirviendo- de neón. Debe ser el único corredor con la cabeza alta, ignorante del riesgo de tropezar con la legión de mendigos que duermen abrazados, mientras otros muchos, en sus casas, no hallan otra compañía que la puta pared fría de cada madrugada.

Mira en derredor y diríase que pugna por ser visto; eso sí, debidamente protegido para ante sórdidos improperios, por dos vistosos auriculares como zarcillos a juego con la camiseta naranja de basket que rima con el aceite usado absorbido por el pavimento.

Las farolas circundantes son jeringuillas plagadas de anuncios de quiromantes, babaloos y santeros, cuidadoras y mudanzas, profesiones imperecederas y prueba indeleble que de la existencia cesa en exilio.

No sé si esta era la ciudad soñada por Sánchez-Monteseirín. Cuanto daría por un diálogo interminable con el único alcalde hispalense moderno que tuvo un sueño. Pero lo cierto es que solo nos ha legado la pesadilla de los VTC., (prometo no seguir hablando de Rosauro Varo), la justa demostración del triunfo del turismo by Ryanair y otros vuelos low cost.

En estos tiempos de triunfo de lo impostado frente a lo utópico, ya me gustaría un alcalde, que dejase la impronta de otra Sevilla posible. Un primer edil que abanderara proyectos insensatos, en lugar de `insensantos`. Y cómo no, la reconstrucción de la casa natal de Luis Cernuda, y esa escarpada escalera en la que el poeta se sentaba, antes del espanto de aquella guerra, que sigue siendo la esencia de nuestro acento.

Aquel Cernuda, al que hasta Fraga (quien después enchufó en la Universidad de Sevilla a quien bien casara con su hermana) le negó poder acudir al entierro de su madre. No tuvo otra ocurrencia que decir “que se quede dónde está, ya tenemos bastantes maricones en España.”

Fue Juan Manuel Infante, aquel mítico profesor de literatura, cuando así (los libros se tocan) aquel ejemplar amarillo, de nombre intangible, “La Realidad y el Deseo” y que contenía la bisagra poética más insigne de aquella generación del 27, y que no es otra que “Desolación de la Quimera”.

Cernuda no tiene quien tapone sus heridas. Ya lo vaticinó el desdén de Pedro Salinas, cuando calificó de “librito” su primer ejemplar de poemas.

Sevilla ya solo es el edén de hostales, habitaciones compartidas y porciones de pizza. Las Vegas de la esclavitud de las de las camareras de piso y asistencia domiciliaria.

Haría bien la ciudad, en iniciar el retorno de sus restos, porque –contra lo que se postula- Ocnos es un libro de amor a la luz única que a veces rinde por sus rendijas y que lejos de deslumbrar, alumbra...

Sevilla tiene el deber del fervor sin fisuras, del maquillaje de sus contradicciones. Luis Cernuda es su hijo más insigne, a quien tanto quisimos en el desamor.

Tan republicano como Juan Ramón. Uno más del club de los benditos fracasados.

Luis Cernuda, el más grande y, a la vez, el más pequeño.