Los sucesivos informes y testimonios, en los que ha tenido algo que ver este periódico y ciertos despachos de abogados, han puesto de manifiesto que las conclusiones oficiales, una vez más, trataban de echar el cerrojo a los últimos sucesos de la Madrugada con una explicación de circunstancias. Nadie niega el efecto dominó del pánico –los vídeos de la calle Cuna son reveladores– pero las declaraciones de algunos testigos directos han puesto en solfa el papel de esa sobrevalorada pelea de Arfe. La han querido colocar como epicentro de unos sucesos que siguen abriendo demasiados interrogantes sobre su génesis pero, especialmente, sobre su repetición futura. Hablan de no sé cuántas ordenanzas; de sesudos planes... pero la naturaleza del problema no entiende de reglamentos. La desnaturalización de la Semana Santa no se escapa de esa deriva que quiere reducir todo a estadísticas y números. El triunfo de los balances –que entusiasman al personal político– empieza a ser inversamente proporcional a la decadencia de una fiesta que se ha saltado sus moldes naturales y se marchita a la vez que se reglamenta cada vez más. Es posible que, como en 2000, se prefiera un cierre en falso antes que ponerse a bucear en las definitivas causas del problema. Pero, posiblemente, esto no se solucione con algunas detenciones. La pregunta sigue candente: ¿A quién le interesa que todo esto se vaya al garete?