Con la llegada de las Plagas de Egipto, nuestro mundo occidental parece convulsionarse entre la maldición y los guiones de ciencia ficción.

Las carreteras cortadas; las patrullas militares; máscaras erradicando cualquier mínima expresión humana... y esos miedos que todos conocemos cuando miramos de madrugada a esos niños sin futuro pendiendo de los mismos que hemos creado esos fantasmas ininteligibles bajo formato virus.

Fue en las trincheras de la Guerra Civil, donde el poeta malagueño Emilio Prados confesaba su homosexualidad al albur de las bombas que caían en su derredor, y eso que Lorca lo describiera como el hombre que reía al cielo, o lo que es lo mismo, “el cazador de nubes”.

En aquellos tiempos, nadie pensaba en comer, sino en amar. Florecían la poesía y el carpe diem, mejor dicho, el tempus fugit de la existencia. Hoy, en cambio, el único acto revolucionario es acabar con los productos perecederos de las impersonales estanterías de los supermercados, que ni tenderos quedan.

Debió ser bonito el amor en tiempos de guerra. Desear un último estertor o suspirar, como decía Cernuda, por ese sonido triste al hacer el amor.

Aquí, en cambio, todo pasa por asegurar el papel higiénico y las chuletas refrigeradas, productos muchos ellos que vienen de los mismos lugares que nos han regalado esa pandemia, que asegurada está en forma de ERTES, recortes y eutanasia encubierta a los ancianos de ojos idos y vacios.

Hoy no hay rima en la muerte. Ya nadie lleva las cenizas a los espacios donde amábamos o sentíamos. A nadie conmueven las nubes, ni la luna, ni las mareas orilladas de plástico de color neón.

Nadie profundiza en las lecciones escritas nada menos que en la Biblia, ya en la prosa shakesperiana. La conmoción es el cierre de los Estadios, la clausura de la Liga. La tragedia, la suspensión del Pregón o de la propia Semana Santa, con sus ídolos de barro...

A todos conforta saber que los virus solo alcanzan a los viejos, como si no encarnaran a nuestros padres, abuelos o a nosotros mismos.

Y es que en esta pandemia, hemos descubierto que la solución es lavarse las manos; debe ser que nunca lo hicimos, ignorando lo que nos enseñaron nuestras madres.

Se clausura y precinta el hedonismo. Los gastrobares, la nueva cocina, los templos del selfie e instagram.

Y abren las puertas de las casas donde debiera morar el amor, las flores y los condones, qué más da...

Y al cerrarlas frente al virus, se nos agota el engaño, las dobles vidas, y nos bastan las chuletas, da igual si ibéricas o de cerdo blanco.

Y es que a Pedro Sánchez, se le ha olvidado decretar la gratuidad universal de Neflix o HBO.

Con ese relato, seguro relegaríamos a olvido su incompetencia, su responsabilidad en las muertes, privilegiando la soledad de las borrachas del 8 M o los ebrios supporters blancos, rojos o verdes.

Dónde ha quedado el amor. Dónde el deseo.

Y es que la plaga no es el corona virus, somos nosotros mismos.

Las casas –que no hogares- como museo de cera, éxodo de nubes y lunas.

Esos huesos de dinosaurios que acompañan a mi hijo cuando parte, que ya solo espinas de estado de excepción les hemos legado.