Ayer madrugué y pensé en hacer los mismos recorridos de antaño, los que hacía de la mano de mi abuela o mi madre.
Ropa nueva, de rigor, chaqueta azul y zapatos con calcetines de crochet, acompasados en días varios para mitigar los largos paseos en torno al ángulo inverosímil.
Bajé las escaleras, crucé el dintel de la puerta, dejándola cuidadosamente entreabierta para que no cegara la luz.
Me crucé con infinitos niños, algunos con bolas de cera acumuladas como cicatrices los años; otros las miraban absortos pidiendo a sus padres el papel de aluminio en el que iniciarlas.
Tropecé con adoquines, los mismos que no impidieron el deambular de los mismos pasos siquiera en la Republica. Socavé los mismos dolores que debieron sentir Pepe Diaz o Martinez Barrio o los múltiples exiliados allende fronteras, ya fuera Francia o la selva de Veracruz en Méjico, donde juro que se rememoraba la estación de Penitencia con el extasis de la melancolía.
Susurré los versos de los poetas sin bandera, las vísperas del gozo de Salinas o la desolación de la quimera de Cernuda.
Pasé por sus pórticos y peldaños, en la calle del Aire; evoqué la presencia de todos los que amé, llorando el no poder morir cuando todo muere.
Me dejé llevar por la bulla interminable que sentí extrañamente confortable por primera vez.
Caminé después al olor del adobo en la calle Tetuán, y se me aparecieron los Cristos y Virgenes imposibles de tocar, que hasta la cera traicionó mi traje impoluto.
Divisé balcones con ancianos cogidos de la mano, en la calle Brasil al paso de La Paz; como novios (ahora se dice parejas) asistiendo a Las Penas por El Baratillo.
Continúe hacia la Campana transgrediendo las fronteras de la carrera oficial y me adentré en el dolor de la Virgen de la Amargura; y hasta pude llegar, en un último estertor, pese a la prisión de mi calzado, al transcurrir de La Cena por la Cuesta del Rosario, donde llegó a sonar Estrella Sublime.
Decir mañana es igual que morir, dijo Aute, que eligiera precisamente este día para partir, desprovisto ya de la silla de ruedas que le confinó (odio este maldito verbo) dos años de su vida entre cuatro paredes.
Este fue mi recorrido iniciático en la Pasion según Sevilla, idéntico al que los ciegos e impedidos seguían con las voces inconfundibles de Filiberto Mira o Manolo Bará, en la ondas.
Ese es el poder del azahar. Como el desierto, quien lo pisa, ya no puede vivir sin él.
Y es que al regresar, la puerta de mi casa seguía de par en par, como iluminados todos y cada uno de los retratos de los que aun siguen estando aquí.
Last river together.