Cuando Sevilla era la mar de flamenca

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
23 ago 2019 / 09:15 h - Actualizado: 23 ago 2019 / 09:17 h.
"La Gazapera"
  • Imagen de archivo de Matilde Coral que conserva la tertulia El Pozo de las Penas.
    Imagen de archivo de Matilde Coral que conserva la tertulia El Pozo de las Penas.

Cuando comencé a aficionarme al flamenco, en el meridiano de los setenta, Sevilla era una ciudad muy atractiva para un joven de 17 años que había sentido la llamada del cante y que quería ser cantaor o, sencillamente, aficionado. Vivía aún Antonio Mairena y no era complicado un acercamiento a él porque daba charlas en peñas flamencas y acudía a muchos actos. Podías ir a las tertulias flamencas de Radio Sevilla, en la calle González Abreu, y verlo allí sentado con Rafael Belmonte, Miguel Acal, Manuel Palomino Vaca, José Núñez de Castro, Matilde Coral o Luis Caballero. Daría mi vida por poder volver a verlo en esas tertulias.

Lo saludé la primera vez en la Peña Niño Ricardo, que estuvo en la Cuesta del Rosario, cerca de donde nacieron Silverio y Manuela Perea La Nena. Antonio daba una charla en esta peña en 1977, creo recordar, y esa noche pude hablar con él en la barra de la peña en compañía del escritor y columnista sevillano Paco Robles. Me dio una tarjeta de visita, que aún guardo, y me invitó a su casa para que viera su archivo y su museo particular, lo que hice en cuanto pude y fue como un sueño hecho realidad. Mairena era entonces la gran figura del cante no comercial, el amo del cortijo jondo.

En esa época te ibas a Triana y aún había tabernas en las que se hablaba de cante y te encontrabas con cantaores del arrabal. Existía El Morapio, en la calle Pelay Correa, por ejemplo, donde entrar era ya como meterse en el túnel del tiempo para viajar a la historia del cante de ese barrio tan fundamental. O te ibas a la Alameda, cuando aún tenía sabor, y pasabas por la calle Lumbreras para oler el perfume caracolero de don Manuel Ortega Juárez o del baile de La Geroma, la madre de Currito. Hablabas con el busto de Pastora en la Pila del Pato y si te ibas a la Macarena, al Bar Plata, aún podías escuchar los primeros fandanguillos de Pepito el Pinto que seguían en el local.

Las peñas flamencas estaban en su máximo apogeo y algunas eran escuelas de flamenco, como Torres Macarena, la del Cerro del Águila o la citada del Niño Ricardo. Siempre había en ellas algunos aficionados viejos decían haber conocido a Manuel Vallejo, Tomás Pavón o el Carbonerillo. No recuerdo haber tenido una etapa de mi vida tan feliz como aquella, porque perseguía un sueño que acabó haciéndose realidad: el de ser aficionado al flamenco y luego, años más tarde, crítico de este arte tan nuestro y de todo el mundo.

Me iba al Barrio de Santa Cruz a charlar con Naranjito de Triana o a un kiosco de Los Remedios para hablar con Antonio el de la Calzá, que ya no cantaba. Abrazar a aquel genio sevillano del fandango fue como abrazar a Dios, con perdón. También iba a la Macarena para hablar con el Niño de Fregenal, que vivía en la calle Torrijiano, enfrente de Torres Macarena. Me lo llevaba a tomar café al Bar Esperanza y me tiraba una o dos horas hablando con él de aquellas compañías de la Ópera flamenca de los treinta y los cuarenta o de los tabancos de la Alameda de Hércules.

¿Pueden hacer eso hoy los jóvenes? Lo desconozco. ¿Dónde paran los artistas, los pocos que quedan? ¿A qué puede ir hoy a Triana un joven que quiera impregnarse de esencia flamenca? ¿Qué puede hacer en la Macarena, además de ir la citada peña de ese barrio, que aún existe?

No sé si habría alguna manera de lograr que Sevilla fuera tan flamenca como entonces, no lo sé. Creo que no. Es otra Sevilla, sin duda menos auténtica. Y a lo mejor sigue siendo muy flamenca y no lo veo.