No hay nada como morirte para que te den tu lugar. No es una cuestión religiosa, sino mundana. Que le pregunten al padre de nuestro primer poeta con firma propia, Jorge Manrique, cuyas Coplas encontraron en la muerte una inspiración definitiva. Es una injusticia tremenda, pero la Historia nos la ha revelado desde siempre como una triste verdad absoluta.
Este fin de semana volvemos a experimentarlo en el caso del único político comunista que logró ser alcalde de una capital de provincia (Córdoba) al comienzo de nuestra democracia. La historia de Julio Anguita es un referente por muchos motivos, pero todos están empañados de una cierta melancolía que logra ponernos de su parte. El llamado Califa Rojo no había nacido en la ciudad de la Mezquita, sino en la localidad malagueña de Fuengirola. Sin embargo, maestro de escuela y comprometido con la izquierda desde el pleno franquismo, fue desde Córdoba donde logró también que la coalición de Izquierda Unida lograra los mejores resultados de su historia. Luego, por males del corazón, se retiró, no a su torre de marfil privilegiada por haber sido diputado, sino a la tiza y la pizarra de cuya decente pensión de docente habría de seguir viviendo.
La maldita de guerra de Irak le arrebató a su hijo, Julio Anguita Parrado, periodista corresponsal al que alcanzó un misil con solo 32 años. El Califa lo asumió con entereza, y dejó una de sus frases para la Historia: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”.
Ya para entonces había alcanzado también uno de los privilegios más inolvidables para un político considerado no tanto en las urnas como en el imaginario colectivo: ser uno de aquellos personajes del guiñol de Canal Plus, un quijote en medio de tanta zafiedad como desde entonces hemos seguido aguantando pero sin que nadie haya movido un dedo, ni siquiera entre sus filas, para evitarla de un modo radical. Anguita lleva décadas considerado un idealista utópico del que había aprender siempre en abstracción y no en la realidad tangible de la política diaria. Por eso no tuvo ni la más mínima oportunidad de eso que solo ahora, en su agonía, tanto se repite con tan ignominiosa hipocresía: haberse convertido en presidente del Gobierno.
La gravedad de Julio Anguita es metáfora actual de la gravedad de la situación. Y es más grave aún por el doliente contraste, por tantos contrastes: el contraste de que un político honrado sea ahora tan honrado incluso por quienes tanto lo han denostado, ahora -solo ahora-, que piensan que está en el umbral de la muerte; y el contraste de su saber estar, incluso para retirarse, dolorosamente antes y ahora, frente a las falsas dolorosas que no saben ni estar si no es en la pose. En la dolorosa pose de la hipocresía, al margen del dolor por tantos muertos. Pero la hipocresía, en esta sociedad del paripé y el postureo, es ingrediente fundamental del éxito.
Ojalá Julio Anguita se recupere, no ya para que vuelva a tener ocasión de cazar tantos pájaros como se le fueron, sino para tener la última oportunidad de ver cómo incluso sus enemigos le rinden pleitesía a la hora de la verdad, rodeados de mentiras.