Mañana cumplo 62 años, que se dice pronto. No lo voy a celebrar porque no hay nada que celebrar. En mi casa no celebrábamos los cumpleaños cuando era niño, porque bastante hacíamos con poder llenar la barriga cada día, aunque fuera con un vaso de leche migada. Éramos tres niños y si festejábamos los cumpleaños también teníamos que hacer algo en las onomásticas. Total, un despilfarro que mi madre no se pudo permitir nunca. Por otra parte, cualquier día era bueno para comernos algún dulce casero de los que hacía doña Josefa, a veces un sencillo plato de merengue con claras de huevos batidas. Algunos días del año pasaba por Cuatro Vientos un señor de Coria del Río que vendía sultanas con un canasto de mimbre y solo de tres veces que pasaba, una caía algo. Lo mismo ocurría en verano con el vendedor de helados o en la Feria con el turronero. Nos criamos en la necesidad y eso no era tan malo, sino al contrario. Teníamos lo básico: una cama donde dormir, una mesa y platos donde comer, la ropa y el calzado justos y mantas para no pasar frío en invierno. No teníamos cuarto de baño, pero el olivar de atrás de casa no tenía alambrada de espinos y dar de cuerpo debajo de un olivo era algo muy placentero, salvo de noche, que si rozabas el trasero en una ortiga llegabas a casa con el culo volado. He ido a cumpleaños de amigos que parecían bodas, con marisco en abundancia, jamón hasta para llevarse y bebidas de todas las marcas. Te invitan y tienes que llevar un regalo, con lo que al final pagas la invitación. Pero el cumpleaños lo celebra tu amigo, no tú, aunque lo financies en parte. Celebrar el cumpleaños no es festejar la vida, sino el día en el que naciste. Yo nací el 11 de enero de 1958 en la calle Óleo de Arahal, en una humilde habitación de alquiler. Según mi madre, recibí el primer beso de luz a la una de la madrugada, con un frío que pelaba las orejas. Como ya había un niño en casa, mi hermano Antonio, mis padres esperaban una niña y al verme aparecer llorando y con cara de despistado, se llevaron una gran decepción. Traté de consolarlos, pero no hubo manera. Fue duro para ellos, aunque les conté unos chistes y enseguida se animaron. No fue un nacimiento apoteósico, así que, ¿qué voy a celebrar mañana, que soy un año más viejo y que aún me quedan seis de hipoteca? ¿Qué tengo tres o cuatro dolores de huesos más que el año pasado y medio millón de pelos menos? ¿Qué no acabo de encontrar el amor de mi vida y que Sánchez sigue de presidente de mi país, con Iglesias de vicepresidente? ¿Qué dentro de tres o cuatro años me tendré que jubilar con una pensión miserable que no me llegará ni para pijamas? Menuda bobada.