Como si fueran tres amigas que venían a saludarme, hace unos días me visitaron estas tres ideas.
Me encontraba paseando con Alonso, mi chico, y Atila, mi mejor amigo de cuatro patas cuando, de repente, una señora aceleró el paso mientras vociferaba: “¡ha pasado algo, ha pasado algo!”. Como si se tratase de un “efecto dominó humano”, todo el que se encontraba en la misma calle la siguió (he de admitir que, llevada por la curiosidad, yo también lo hice).
En la intersección de dos calles me encontré a un grupo de gente, un patinete en el suelo y un chico de unos 11 o 12 años sentado en la acera, apoyando su espalda en la pared, hablando por el móvil. Escuché el relato de varias personas que habían sido testigos de lo sucedido y todas coincidían en que el patinete apareció de repente, saltándose un stop (el chico parecía ir sin casco), al coche no le dió tiempo a frenar, golpeó al patinete y el chaval salió volando por los aires... “Ha tenido muchísima suerte” -pensé- mientras contemplaba al chico sentado en la acera, hablando por el móvil, “pá pasmo”... Así, a primera vista, parecía totalmente ileso, a pesar de la gravedad del accidente...
Imaginé que el chico se habría transformado en una suerte de “agradecimiento con patas”, porque no salí de mi asombro cuando lo ví levantarse por su propio pie y el conductor fue a interesarse por él. Casi que acababa de presenciar un milagro... “Yo te he visto salir volando, ¿estás bien?” -repetía el hombre, preocupado-, el niño, asentía.
Mi deseo de saber (literalmente, “curiosidad”), se había traducido en el hallazgo de la escena de un accidente y la reflexión se escribía a dos voces: interna y externa. Mi yo interior no paraba de repetir los conceptos “suerte, fortuna, potra” porque me centré en que, más allá de lo aparatoso del asunto, todo había acabado de la mejor forma posible, esto es, sin daños personales. Al fin y al cabo, las personas son lo principal. Esto también me llevó a pensar en el conductor, el susto que ese hombre llevaría en el cuerpo y lo mal que lo estaría pasando.
La reflexión externa se entretejía con las voces de los testigos que hacían hincapié en que “los chavales no pueden circular así”, que “hay que llevar casco”, que “hay que prestar atención” y, realmente, llevaban razón. Las calles no son el patio del recreo, que no hace falta circular con miedo pero sí con cabeza (es la mejor manera de conservarla sobre los hombros); que en un patinete el chásis eres tú, así que cuanto más protegido vayas, mejor; que antes de regalarle un patinete a un niño para que circule con él por la calle hemos de asegurarnos de que entiende bien la responsabilidad que conlleva; que no existe la buena suerte eterna, que porque hayas salido totalmente ileso una vez, no significa que no vaya a pasar nada en la próxima ocasión en la que te pongas a toda velocidad, sin casco y sin respetar las señales de tráfico...
Curiosidad, hallazgo, reflexión... Sin duda, tres nutrientes básicos para la circulación mental, emocional, profesional, humana... ¡Que circuléis bien!