La vejez es algo extraordinario. Para los ancianos y para los que les rodean. Es algo que nunca se espera, que llega antes de tiempo, que oprime a unos y a otros. Extraordinaria por cruel, por su falta de belleza o por la imposibilidad de admirarla si es que la tiene, por la opresión que genera a los que creen estar de más o en los que miran la edad ajena como una carga imposible de llevar a cuestas. Incluso la vejez de los que mejor la muestran genera una angustia que tiene que ver con un final próximo y doloroso. La vejez es la inversa de la llegada a la vida. El olor de un niño no puede compararse. Huelen a vida. Los ancianos no; ellos despiden un aroma terrible a final.
La vejez arrastra obligación. Cuidados, lamentos, medicación. Y una espera demoledora para el que va a morir, para el que espera.
Hijos, amigos, yernos, nueras. Todos se ven aplastados por lo inevitable, por el proceso de degradación más doloroso que el ser humano tiene que vivir en otros, en sí.
Es curioso que los padres quieran ver a sus hijos crecer. Dan mucha guerra, pensamos. Es curioso que (esto es algo que nadie quiere reconocer) en algún momento queremos ver muertos a nuestros mayores (a veces por falta de fuerzas, agarrándonos a los que están sufriendo de forma gratuita o por la razón que sea. Eso cada cual sabrá). Y es curioso que, finalmente, echamos en falta esa niñez ajena y la presencia de los mayores. La carga de la niñez o de la vejez son muy parecidas. Y el recuerdo que dejan también. Olvidamos con rapidez el sufrimiento para recordar lo bello o agradable.
La vejez es algo extraordinario que debemos aprender a vivir. La de otros y la nuestra. Es una obligación que no debemos olvidar ni cambiar por lo fácil. Son las situaciones que nos colocan al límite las que nos dibujan como personas.
Mi abuela estuvo viviendo en casa hasta dos días antes de morir. Mi padre más o menos lo mismo. Mi madre vive conmigo (ya es mayor, claro). Mis suegros vivieron muy cerca de casa y sus problemas fueron los de la familia, sus limitaciones las nuestras y su sufrimiento el de todos. Una carga terrible. Con la que hubo que convivir, gustase más o menos. Una carga y un sufrimiento que no me impide decir (lo afirmo con todas mis fuerzas) que adoré a mi abuela, quise tanto a mi padre como se puede, espero tener a mi madre viva muchos años y recuerdo con enorme cariño y afecto a mis suegros. Pero no deja de ser una enorme losa que reposa sobre mí. Casi tanto como la de tener cuatro hijos.
No pasa nada por llamar las cosas por su nombre. Eso no resta ni una pizca lo que se siente por ellos.
La vejez es eso que nos espera a casi todos para desdibujarnos y convertirnos en sombras de lo que fuimos. Para entristecer la mirada de los que nos quieren. Nos espera a casi todos. Y es extraordinaria. Por eso debemos cuidar de nuestros mayores.