Deberá seguir siendo Navidad

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22 dic 2021 / 18:59 h - Actualizado: 22 dic 2021 / 19:03 h.
  • Deberá seguir siendo Navidad

No me gusta la Navidad, lo confieso. De buenas a primeras, soy de los que se quedan paralizados ante la visión de este horizonte urbano de luces y adornos. Pero un segundo más tarde, ya estoy pensando en lo oscuro que va a quedar este escenario (incluido su suelo pegajoso) cuando concluya todo. Sí, es cierto que hace dos años que no se celebran las Navidades y a quienes les gustan, les urge encadenarse otra vez a estas tradiciones y a sus recuerdos vividos desde niños. Así, nuestra ciudad, al igual que la mayoría en estas fechas, se convierte en una gran lengua de asfalto y pavimento, techada por cientos de estrellitas resplandecientes, en la que habitan en el suelo todo tipo de cosas y seres. Por un lado: bares repletos, humeantes churrerías, tiendas abiertas con y sin ofertas, música de villancicos en la calle y en los interiores (pugnando por acallar la ruidosa y supercontagiosa actualidad covid). Por otro, supermercados “a tope”, muchedumbre deambulante a paso de tortuga, regueros de niños, espectáculos, belenes, vírgenes (llorando de felicidad) celebrando la inminente maternidad en iglesias de puertas abiertas, entre otras manifestaciones.

Soy uno de otros tantos herederos de una infancia navideña, muy justita. Mi padre falleció cuando yo tenía seis o siete años. Mi madre declaró un luto, especialmente, en estas fechas. Y unos años más tarde, en plena adolescencia, llegué a enterarme de que además de los Reyes Magos, había también Noche Buena y Noche Vieja. Más tarde ya ennoviados o casados cada uno de mis hermanos y yo mismo, en casa de mi madre empezamos a disfrutar de suculentas cenas. Pero también comidas en la calle.

Hoy por hoy, me esfuerzo para que mi hijo pueda disfrutar de nuevas reuniones familiares que tanto le gustan. Tal vez porque se siente más cobijado y protegido y más aventurero en contacto con otros seres cercanos al núcleo afín. Por lo demás, las mencionadas comidas, bromas y payasadas, música, juegos de mesa y petardos a doquier transforman estos días en ascuas de felicidad.

Nunca he escrito sobre la Navidad, pero este año me veo tentado a hacerlo. Para mí, el final del pasado otoño frío, que ha desembocado en el presente solsticio de invierno lluvioso, empezó a anunciarse en el aire de la calle, con olores a ropero viejo y a sudor humano. Al avanzar el invierno, me conmueven las naranjas amargas y frías esparcidas al pie de sus árboles. Ello hace que las noches me parezcan más heladas.

Desde mi azotea trianera, con un paisaje típico de la Sevilla llana que alterna edificios pequeños con torres y campanarios, me siento habitando en un belén particular. Es como sentirse en un refugio anti-virus y soñar que en alguna parte de la ciudad o del mundo, se estuvieran resolviendo deseos míos. Cosas como: la esperanza de recibir toneladas de amor, tener más arrojo para tomar decisiones, vencer los miedos, buscar otro sentido a la vida, temer en su justa medida a las enfermedades y a la propia muerte, o que desapareciera de una vez esta maldita pandemia.

Asimismo, desde el tercer piso de mi ínsula, cual trocito de paisaje romano también de mi belén exclusivo, me informo de que nuestras Navidades tienen un origen pagano. Cuando en éstas me veo bebiendo y comiendo con especial dedicación o cuando hago regalos a los míos o simplemente anhelo más horas de sol, me traslado al pasado, y me veo disfrutando de unas llamativas fiestas de época romana. Me refiero a la Saturnalia o las Saturnales , unas festividades que tenían lugar en el solsticio de invierno alrededor del siglo III a.c. y cuya fecha oscilaba entre el 17 y 23 de diciembre. Coincidían, pues, con la estación del año, en la que el sol salía más tarde y se ponía más temprano. También se enaltecía el 25 de diciembre el nacimiento de Apolo, o el Natalis Solis Invicti.

Eran celebraciones que pedían la llegada del sol y por tanto el propiciar las cosechas. Así se sucedían jolgorios y demás orgías, se adornaban las casas, se usaban velas, se hacían banquetes públicos y privados, se intercambiaban presentes, se liberaban esclavos... Qué romanos seguimos siendo, aunque después la iglesia estableciera la dudosa fecha del nacimiento de Cristo el 25 de diciembre, en medio de los días de celebración pagana. Todo ello para la conversión al cristianismo de los descarrilados.

Y vuelvo a mi Sevilla actual, quebrada por un virus que desconcierta, que esparce otra variante reforzada volviendo a taponar la salida del túnel. Paseo por sus calles y no puedo evitar pensar en los contagiados y en los fallecidos cuando la multitud de gente supuestamente inmunizada por la vacuna me bordea. Los medios me informan de toda la actualidad Covid pero en las esquinas no alumbradas de muchas iglesias de Sevilla las cruces parroquiales me hablan también de los muchos muertos de pasadas epidemias. Supervivientes de aquellos tiempos, también seguirían celebrando las fiestas del solsticio de invierno.

La vida sigue igual”. Con certificado covid, parece. Tal vez la Navidad, como una burbuja más para olvidarse de tantas malas noticias, sea necesaria. Tan necesaria como no romper con la tradición de buscar yacimientos de amor o costumbres una vez al año. Pero, como dije al principio, no me gustan las celebraciones que suceden en este tiempo. Me gustaría ponerme en la piel del que ha vivido en su infancia la intensidad de aquellas, pero no puedo. Para mí el amor, las buenas intenciones, las sonrisas o incluso buena parte de la salud, se desarrollan mejor en otros solsticios y otros equinoccios.

Hoy, en estos días, me suelo reunir con familiares y amigos. Citas que al principio me cuesta trabajo llevarlas a cabo pero que al final me alegro de asistir. Sobre todo la última reunión anual que tuve con mis amigos de siempre. Al calor de las viandas, con una copa de vino o con “el hace mucho tiempo que no nos veíamos”, alguno de nosotros nos despegábamos de nuestras corazas y hablábamos con más sinceridad. En otro momento de dicha reunión, descubría el valor para seguir viviendo de un amigo pendiente de un marcapasos y otras máquinas, pero activo, trabajando o escribiendo novelas. Todas estas cosas me llenaban de humanidad y me reconfortaban.

Sé que volveré al trabajo pronto después de estas minivacaciones. Entraré en mi centro de salud y seguro que todavía quedarán las pegatinas en forma de bolas figurando un árbol de Navidad en una pared. Saludaré las largas colas de usuarios (para vacunarse, para demanda médica, para trámites administrativos, para urgencias, por contagio covid, para hacerse el antígeno...), y seguirán cayendo durante toda una jornada miles de astillas covid sobre mis compañeros y yo. Con el sonido eterno del teléfono desatendido, me preguntaré cuántas personas habrán evitado el contagio en estas fiestas. Eso sí, para entonces, espero haber sorteado los míos y yo el virus o pasar, si se da el caso, lo más leve la enfermedad a quien le toque de nosotros.

Finalmente, a la hora de reponer los alimentos de mi casa, iré otra vez al supermercado y volveré a encontrarme, a la entrada, con ese mendigo gordinflón con pelo y barba blanca, acompañado de su perro y de su carrito de compras con sus enseres. En otro lado de la ciudad, de camino al trabajo, me percataré de aquella cama improvisada en el suelo, junto a una clínica dental, con un bulto enrollado en un amasijo de mantas. Deberá seguir siendo Navidad.