- Las calles Tetuán y Velázquez albergan locales comerciales de grandes firmas. / A.G.
Una de las cosas que más me ha llamado siempre la atención es el olor de las ciudades. Sobre todo, cuando sales de España. El primer golpe lo tuve en París, pero fue más evidente en Nueva York. En ambas ciudades hay una peste a fritanga que no es normal.
Este aroma es debido a la cantidad de locales de comida para llevar que hay en estos sitios. Los famosos delis, que serían como nuestras pollerías, donde venden productos refritos y con miles de especias. A eso hay que sumarle los orientales, turcos, italianos, hindúes y de más localizaciones. Todo a la vez crea una nube de un aroma que sólo el que ha ido reconoce, pero se repite siempre en las grandes ciudades del mundo.
Sevilla, por desgracia, está mutando también, y el otro día me vino la bofetada de este olor que indica que no hay marcha atrás.
No hace mucho, pasear por los callejones del centro de la ciudad servía para llevarse la bofetada olfativa de una olla de puchero a pleno rendimiento, a vino blanco reduciendo para que el guiso coja sustancia, a pollo asado y hasta adobo cuando pasábamos por la calle Velázquez. Un olor que debería de haberse planteado calificarlo como patrimonio inmaterial de la ciudad.
Esta es otra de las consecuencias del turismo invasivo que roba la forma de vivir que tenemos. Las freidurías de pescado cerraron para mutar en rollos de carne para comer en pan de pita. Los serranitos dejaron de estar de moda porque ahora lo que se lleva es el slide, como dicen los modernos, de pizza. Sólo hay que darse una vuelta por la Alameda y verán a toda la chavalería haciendo cola para pedir un trozo.
Son pequeñas cositas que vamos perdiendo sin darnos cuenta, pero que nunca recuperaremos.
El día que nuestros gobernantes se enteren que el extranjero viene a Sevilla para vivir lo que es ser sevillano, aprenderán que hay que apostar y blindar lo nuestro. Y esto se resume en más serranitos y menos kebabs.