Opinión
José Miguel Núñez
Don Bosco y la primera reforma laboral
Don Bosco es un disidente. Un reformador adelantado a su tiempo que inaugura una especie de antropología de la convivencia capaz de darle la vuelta al sistema. Sus avances en materia de trabajo, condiciones laborales y promoción de las clases populares hacen del personaje un referente necesario hoy en al ámbito de la educación y de la justicia social, del diálogo intercultural y de la apuesta por sociedades inclusivas, acogedoras y garantes de los derechos universales
Rara vez se pone el acento en el cambio social que Don Bosco impulsa con la ingente obra de acogida y promoción de jóvenes vulnerables y su apuesta educativa de las clases populares en la segunda mitad del siglo XIX. En la nueva Italia que se forja en aquellos años turbulentos de revolución y cambio político, su proyecto hace palanca sobre los rígidos cánones de la sociedad burguesa de su tiempo para intentar hacer surgir una realidad diferente, con más oportunidades, sobre todo para los muchachos que él llamaba “pobres y abandonados” en la periferia de Turín. Eran hijos de la hambruna y de una migración masiva del agotado campo piamontés a la gran ciudad. La capital del reino de Cerdeña parecía anticipar el futuro al socaire de los vientos de revolución industrial que, si bien aún tardaría en llegar al continente, ya se barruntaban provenientes de las islas británicas. Aquellos chicos fueron, sin embargo, el vómito de una sociedad que los despreciaba y la carne de cañón para patronos sin escrúpulos que encontraron en su miseria un despiadado motivo para la explotación de mano de obra barata.
Don Bosco protagonizó, quizás sin vislumbrar del todo el alcance de su obra, otra revolución: la de la cultura y la justicia para las clases populares. Estaba convencido de que la educación era la clave de cualquier cambio social posible. Leemos en los “Apuntes históricos del Oratorio de San Francisco de Sales” (1862): “En cada año se ha logrado colocar a varios centenares de jóvenes junto a buenos empresarios con los que han aprendido un buen oficio. Muchos volvieron a sus casas y a sus familias de donde habían huido; y ahora se mostraban más dóciles y obedientes. No pocos fueron empleados en honestas familias (...) bastantes de ellos encuentran trabajo en las bandas de música de la guardia nacional o en las bandas militares; otros continúan su oficio en nuestra casa; un número importante se dedica a la enseñanza; estos hacen regularmente sus exámenes o quedan aquí en casa y van en calidad de maestros a los pueblos en que se les requiere; algunos hacen también carreras civiles”.
El santo, siendo joven sacerdote, vio, escuchó, supo captar la realidad social de su tiempo y ponerse manos a la obra para tratar de paliar los efectos desastrosos de la incipiente pre-revolución industrial y del masivo éxodo joven del campo a la ciudad que estaban dejando en la cuneta, como sucede siempre, a los más desprotegidos: niños huérfanos y abandonados, adolescentes migrantes en busca de fortuna, jóvenes excluidos de la realidad social que emergía imparable al paso del nuevo orden económico.
En la Turín de la segunda mitad del siglo diecinueve, Don Bosco se dio cuenta de que no bastaba partir el pan de la solidaridad con los más necesitados, sino que era necesario hacer palanca sobre los rígidos cánones pre-industriales y la nueva economía burguesa para propiciar un cambio social. Se trataba, como solía decir, de hacer realidad una máxima revolucionaria: dar más a los que menos tienen y ofrecerles nuevas oportunidades. En la defensa de los menores y de los jóvenes trabajadores, Don Bosco se adelantó un siglo. Mucho antes de que el mundo civilizado proclamara solemnemente la declaración universal de los derechos humanos en 1948, en un barrio periférico de Turín un cura marginal abría una brecha en el sistema, cuestionaba el orden establecido y sacudía la conciencia de la sociedad acomodada. La “obra de los Oratorios”, como él llamaba a su proyecto, quiso hacer protagonistas a los jóvenes de su propio futuro, implicarlos en su desarrollo y en el cambio social en medio de un mundo neoliberal que nunca presta suficiente atención a los más vulnerables. Sus resultados fueron más que notables en el campo de la educación, la capacitación y la inserción social: mejoró las condiciones laborales de sus chicos, protegió al obrero frente a patronos sin escrúpulos, redactó los primeros contratos de trabajo asegurando derechos, se puso a la vanguardia de la formación profesional y, lo más importante, devolvió dignidad y futuro a miles de jóvenes. Su proyecto educativo-evangelizador les ayudó a descubrir cuánto los quería Dios.
Fue la otra revolución ajena a las grandes vanguardias culturales, filosóficas y económicas que bullían en los países más desarrollados de Europa. En una modernidad extenuada, Don Bosco impulsó un cambio social y vislumbró otra realidad que se empeñó en hacer emerger con todos los recursos a su alcance: la de un mundo diferente, con más oportunidades para todos, en el que nadie es excluido ni condenado a comer solo las migajas que caen de la mesa del señor. En momentos de crisis, la fuerza utópica y la tenacidad de aquel joven sacerdote turinés son un estímulo para creer que otra realidad es posible aún en tiempos inclementes, como los nuestros, de cambio de paradigma, de pocas certidumbres y de futuro incierto.
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