Doñana, que antaño fue infinita y salvaje, sobre todo cuando no tenía ni nombre, se ha ido diluyendo simbólica, política, literariamente, hasta el punto de convertirse en una ilusión casi gaseosa que las instituciones más poderosas, desde Europa hacia abajo, hacen lucir cada vez que se tercia. Doñana es un pulmón de Andalucía, de España, del sur del continente, un refugio para miles de aves, pero también un sueño que se evapora, evanescente con el paso de las décadas y la presión del regadío, del turismo, de las carreteras ávidas de multiplicación, de los drones, del negocio, del espectáculo y las fiestas de guardar. Doñana se intensifica, se repliega, se reduce, se concentra, se sintetiza en un tríptico, se encoje, se arruga, se quintaesencia en sus propias marismas que ya no son lo que fueron pero que ahí siguen, sobreviviendo al triste espectáculo institucional por el que unos entes se culpan a otros de la falta de voluntad rigurosa en su defensa.
Llevamos más de una década mareando la perdiz, o el lince, con la posibilidad de ampliar sus almacenes gasísticos. Ojo, que repito: no con la posibilidad de crear almacenes de gas bajo su suelo, sino con la posibilidad de ampliar esos almacenes que ya existen, con el deseo empresarial de que, de perdidos, al río. Sí, al río Guadalquivir, a quien la evaporación que venimos comentando le pilla tan de cerca.
Y ha tenido que ser el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), desde la Granada que suspira por el mar, el que sentencie lo que sabe cualquiera, a saber, que no es adecuado almacenar gas en Doñana, que no está bien ni bonito, que no pega, que puede ser contraproducente, inconveniente, peligroso. Que para un espacio natural que tenemos en Andalucía distinguido como Patrimonio Mundial de la Unesco ya nos vale. En Andalucía y en España, donde a varios gobiernos, autonómicos y nacionales, y de todos los colores, les han tenido que llover desde el cielo contaminado de siempre papeles y más papeles para llegar a la conclusión sentenciosa del TSJA de que no, que no es lo suyo almacenar gas nada menos que en Doñana.
Esperemos que la conclusión sea definitiva, y que no cueste tanto asimilarla como nos costó comprender que los médicos y los maestros no debían fumar en sus trabajos. Para las cosas importantes, siempre es imprescindible ese niño gritando que el rey está desnudo. Lo peor es que hasta los gritos de un niño tienen un precio.