Estuve durmiendo varios años con Isabel Pantoja –con una pantojista, que es casi lo mismo–, y la historia acabó como acabó, aunque esta mujer no tuviera nada que ver con el divorcio. Años durmiendo con la Pantoja, el Pantojo y el Pantojito, que se dice pronto. Y ahí está todavía ella. Sí, ella, la Pantoja, la gran artista del Tardón a la que le echó las aguas bautismales la Niña de los Peines. Menos mal que fue ella, que tenía todo el arte de Sevilla en su garganta de bronce, y no El Pernales. Vi salir ayer del talego a la Pantoja, eufórica y entre los aplausos de sus admiradoras, además de con un despliegue que ya lo hubiera firmado Bárcenas. Entró en la trena para dar ejemplo, según dijo su abogado, y ha salido de permiso para que entendamos bien eso del ejemplo. Ejemplo, ¿de qué? Y es que aquí parece que está todo pactado, que para eso estamos en temporada alta: pitada al himno y zas, la Pantoja en la calle con palmeras de guardapolvo y cartilla del paro en el bolso. Y ella con blusa de un rosa fucsia de película. Franco echaba fuera al Lute y Rajoy a la Pantoja. Tampoco hemos cambiado tanto.