Hace unos días, apareció Felipe González en Salvados y juro que, más que un jarrón chino, con el que no sabes qué hacer, me retrotrajo al oráculo de Delfos, aquel recinto consagrado a Apolo, donde éste tocaba la lira y los demás dioses musitaban un mantra benefactor, como si tocáramos las palmas al son de María del Monte.
Y es que a Felipe le acompaña impenitentemente su sillón, que parece ser un apéndice más de su cuerpo. La última vez que coincidí con él fue en Roland Garros, en otra de las finales de Rafa Nadal, sobre la tierra de esa ciudad romántica y rebelde que es Paris, justo donde su alcaldesa todavía mantiene cierto deje gaditano heredado de sus padres.
Aznar, en la antesala de su Despacho en la Fundación FAES, -desde donde se compraba el favor de jueces, a través de su ahora enchufado Enrique Arnaldo- exhibía su escaño, como queriendo imponernos la solemnidad de quién fue; con Felipe, ni falta que hace...
González fue siempre como una aparición mariana. Sus mítines en el Prado, donde aún conspiraban los generales en la reserva junto a Capitanía, te recordaban que el corazón siempre late a la izquierda, lo que finalmente nos ha conducido a la cafinitrina, esa pastillita que nos ponemos debajo de la lengua, al llenar el depósito del coche. Miedo me dan los precios este Verano (más bien este estío) en Chipiona, que en esto los chipioneros siempre fueron un termómetro.
Pero el otro día, con Evole, eché de menos en el eterno Presidente, su otrora acento del Sur.
Me da que el deje andaluz está en declive. Penélope Cruz habla extremeño y solo toca algunos palos, como si fuera de Almendralejo. A Aitana –mi musa- se le ha ido el estrambote por demasiado fina; y tan solo María Galiana lo ostenta, como elixir que todo lo repara.
Aquí, mientras, todo es mini. Mini torrijas, medias raciones, y ahora asienta sus posaderas hasta Feijóo, ante el que ha sucumbido Moreno Bonilla.
En fin, que Feijóo es Rajoy, solo que más viril, sin dislexia y con acento en la o...
Felipe González, en cambio, no lleva tilde.