La Tostá

El cante en el campo

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
19 abr 2021 / 07:52 h - Actualizado: 19 abr 2021 / 07:56 h.
"La Tostá"
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Hay tantas teorías sobre el nacimiento del cante flamenco, como palos de la baraja jonda. Cuando era un niño y vivía en Palomares del Río, en Cuatro Vientos, un puñado de casas en la carretera de Almensilla, solía dormirme algunas noches escuchando cantar a algunos hombres que guardaban viñas o matos. Eran hombres que, como no dormían, solían cantar para vencer el miedo en las oscuras y solitarias madrugadas. No exagero si les digo que en el silencio de la noche se podía escuchar desde Cuatro Vientos a alguien que cantara en el término municipal de Almensilla, o sea, a cuatro o cinco kilómetros de distancia.

En el campo nació la técnica de proyectar lejos la voz, que luego les vino bien a aquellos cantaores de voces agudas y almibaradas que cantaban sin megafonía en las plazas de toros, en los años veinte y treinta del pasado siglo, en la llamada Ópera Flamenca, el invento del representante Vedrines. Esa técnica de proyectar lejos la voz se perdió cuando inventaron los amplificadores, hasta el punto de que hoy le quitas a un cantaor la megafonía y no lo escucha ni el guitarrista. Hay grandes voces, pero también hay vocecitas que solo lanzan la voz a dos metros de los labios.

Pero en mis tiempos de niño, o sea, hace medio siglo, aún había hombres del campo que cantaban un fandango en El Majano, de Palomares, y lo escuchaban en el Barrio Alto de San Juan de Aznalfarache. Una tarde, casi anocheciendo, escuché una voz a lo lejos, la de alguien que cantaba un fandango de Huelva. “Estará por Mampela”, me dije, pero cuando me di cuenta estaba casi entrando en Almensilla, de lejos que estaba. Era un anciano muy negro, seguramente gitano, con pocos dientes, que le cantaba a su hijo muerto una letra que no olvidaré jamás:

Altas torres de Sevilla

nunca le digáis a nadie,

que lloro por seguiriyas

donde no me vea ni el aire.

Me costó entender cómo aquel anciano medio negro y delgado como un lápiz era capaz de sacar aquella voz y lanzarla como los cabreros arrojaban piedras a las cabras con una honda. Fue él quien me dijo que era una técnica muy vieja, casi perdida, de los cantaores moriscos de esa zona. “Una nota empuja a la otra”, me dijo.

Lo cuento hoy porque anoche, de madrugada, escuché cantar a alguien muy a lo lejos, como en Colina, y yo vivo a tres o cuatro kilómetros. Era una voz sana, bien timbrada, que parecía espantar a la soledad con un fandango de José Cepero:

Como mejor a ti te cuedre,

obra tú de la manera que quieras.

Por las dos mi vida diera,

pero primero es mi madre

y luego lo que tú quieras.